De un tiempo a esta parte, en la piel de toro se proclama de cabo a rabo que existe una España vacía. Un desierto empedrado que acoge a quienes viven allí y a los que no. A aquellos otros que anhelan la posibilidad de bajar cualquier día a tirar la basura y verse, de repente, empujado hasta ese más allá del mundanal ruido que empieza y termina en una aldea. La España vacía llega, incluso, a ser un exquisito deleite si se sale a su búsqueda en una librería y se desemboca en las páginas de Los asquerosos (Blackie Books). Se trata de una novela necesaria que solo podía haber sido escrita por alguien que conoce perfectamente ese universo en el que se alían quietos los planetas, porque él lo habita sin la necesidad de salir en exceso de un recoveco inencontrable. El escritor en cuestión, que se conecta con el mundo desde una Segovia rural en la que puede que no se escuche ni el ruido del atronador aplauso cosechado por su libro, se llama Santiago Lorenzo. Y el hecho de que aparezca por las buenas aquí, en estas líneas sobre la estimada y vigente feria del sur de Europa, suena a cabriola que juega al despiste. O no. A recurso que busca por las bocacalles esa Feria de Málaga vacía que también existe. Y que no está, precisamente, vacía de contenidos ni de personas con las que compartir una velada en la que se siente -tan lejos y tan cerca- el evento multitudinario en el que presuntamente te hallas sin necesidad de tener que huir de nada. Puede, incluso, que no haga falta bucear por la multitud para apurar la tarde con la certeza de que el jaleo, como consiguiente deporte de riesgo oficial no le garantiza a ningún mortal que vaya a pasárselo mejor.

Esta bendita feria vacía, que para nada lo está, encuentra sus coordenadas en vías por las que se puede caminar sin aglomeraciones aunque se encuentren a escasos metros del epicentro de la plaza de la Constitución. Por ejemplo, en la zona en la que El Almacén del Indiano, capitaneado por Mané Caballero, abre la puerta que conduce a una atmósfera entrañable, al igual que sucede en calle Fajardo con establecimientos como el Alea o, de nuevo en Cisneros, en la atalaya que se disfruta en la cafetería Framil, con Francis al timón, mientras se divisa un horizonte relativamente bullicioso. Asimismo, al otro extremo de la Constitución, la calle Sánchez Pastor también se entrega a una interesante calma chicha que contrasta con el pulso más acelerado de la cercana plaza Uncibay o los vecinos inicios de calle Granada.

Y, si se camina hacia la plaza de la Merced, no se tarda en corroborar que hay lugares clásicos en los que se detienen los relojes con una afluencia tan concurrida -o algo más- que la que suele reinar de forma habitual el resto del año. Es el caso de un templo como La Campana, que se erige en símbolo de aquella Málaga en la que las tabernas se contaban prácticamente como campanas. Allí, Salvador no baja la guardia estos días para ejercer como un certero anfitrión, mientras algunos de los camareros se reflejan en ese decorado que los caricaturiza como los Dalton o una escultura de Joaquín Martínez proclama la inmortalidad de este artista inolvidable.

Y, por desgracia, frente al modelo que inspira a sugerentes enclaves en los que se respira normalidad con su plus de fiesta, que es lo que debería ser siempre la feria del centro, existen otras versiones nada agradables y poco deseables. De un año a otro -se pierde la cuenta y casi no se encuentra el origen cuando se hace lamentable inventario al mirar hacia atrás en el tiempo- se reeditan tics que redundan en una feria vaciada, que viene a ser aquella que no entiende de límites mientras le grita al vacío y todo se exprime con el salvoconducto del alcohol, como si no hubiera un mañana ni viviera nadie más en esta ciudad mediterránea. O, incluso, que nos muestran una feria viciada que se empeña en darle la razón al río de Heráclito y le devuelve como un bumerán a cada edición una Malaguf que trae bajo el brazo imágenes que se desnudan grotescas, algún que otro vídeo de contenido sexual o la consiguiente crónica de sucesos.

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Ambiente en la Feria del Centro este jueves, 22 de agosto

El primer juernes

Ahora que se empieza a tomar conciencia de que todo lo que empieza termina, aunque se alargue en una docena de días, se ha llegado incluso a comprobar que aún es posible una primera vez. Un escenario pionero que llegó en forma de primer juernes de la feria porque, aunque fuera el segundo achuchón a ese día que suele estorbar en medio de la semana, este sí se vislumbró como la antesala del fin de semana. El anterior jueves, no obstante, había sido el sábado que siguió a los fuegos del viernes -mejor dicho, miércoles- dentro del lioso puente en el que reinó una afluencia mucha más mayoritaria que la de esta segunda semana.

Sea lo que fuere, ahora da la sensación que la fiesta camina de menos a más hacia su epílogo, por mucho que ya todo parezca un continuo día de la marmota y los más jartibles hayan perdido la noción del tiempo. En la secuencia que abarca desde el juersábado hasta el juernes de marras, lo fácil es no saber en qué día se vive. Y dan ganas de pellizcarse para sentirse vivo, como aquellos que tarareaban el volare, cantare en la plaza de la Constitución y se escuchaban a ellos más que a la banda que actuaba, para dar fe de que volvían a estar en la feria aunque les pareciera mentira.

El juernes pasó sin grandes picos de público en el centro, como en las jornadas inmediatamente interiores. Eso sí, hay hosteleros que cruzan apuestas y vaticinan que «por fin, este viernes el centro volverá a estar a reventar». El comentario alegra con cierto escepticismo al propietario de otro establecimiento cercano al Museo Carmen Thyssen: «Ojalá sea verdad, solo hubo mucho gente al principio, entre el jueves y el sábado, pero después esto ha estado muy muerto y los días se hacen interminables». Palabra de hostelero al que no le queda otra que encomendarse al esperanzador viernes. Ni más ni menos.