Por algún designio del destino, el bachiller Palma, un toledano del siglo XV que escribió un compendio bastante apañado de Historia de España, cuenta con una importante calle en la parte más veterana de la barriada de Los Prados.

La paradoja es que este nebuloso autor, del que se dice que fue sacerdote, tiene más visos de permanecer en nuestro callejero que el jeque del Málaga, que no pasa por sus mejores momentos y quién sabe si dentro de diez o veinte años seguirá dando nombre a una glorieta por La Rosaleda.

El bachiller, a su vez, nada amante de las glorias mundanas, ha dejado que toda la calle de Los Prados se convierta en un mirador y que este lleve el nombre del concejal Paco Rodríguez Morales. Según reza un panel de cerámica, el mirador del concejal fue inaugurado en 1988, como agradecimiento de los vecinos a sus desvelos por la barriada.

El mirador, a su vez, cumple su función a ratos, porque corona un importante cerro que cae a destajo, en forma de terraplén, hasta las vías del tren, y se ha llenado de árboles, en especial de pinos, ficus y falsos pimenteros que han terminado formando una intermitente muralla vegetal.

Entre los árboles, eso sí, se atisba una vista de la Málaga industrial, con la torre del aeropuerto presidiendo la lontananza, con permiso de la Sierra de Mijas.

Un espacio de naves industriales, trenes y raudas carreteras que cuestionan que el motor de la Ciudad del Paraíso sólo sea el servir paellas y frituras malagueñas a los turistas que acuden al Centro.

31 años después de su inauguración, un servidor duda más que Hamlet al comprobar lo que se esconde tras la balaustrada blanca y la posterior barandilla.

La duda estriba en si en este lugar se lleva acabo algún ritual de otros tiempos, de cuando las primeras sociedades agrícolas dejaron de perder peso detrás de ciervos y jabalíes y se pusieron a plantar semillas como locos.

Porque algún tipo de rito del Neolítico, quién sabe si relacionado con la germinación de la tierra o más bien, con su putrefacción, se aprecia al echar la vista, no atrás, sino abajo, al terraplén, donde se amontonan bolsas de basura, detritus, piezas de coches, latas, botellas y en suma, zarrapastrosas deyecciones de nuestra sociedad tecnológica de consumo.

Habrá que imaginarse al personal emporcando el mirador con sus lanzamientos olímpicos o a lo mejor de espaldas, como cuando se tira el ramo de novia.

Abajo se amontona a lo largo de 500 metros un rastro de porquería que apreciarán con todo detalle todos los viajeros del tren que dejen o acudan a Málaga.

¿A quién compete retirar la abundante porquería?, ¿al Ayuntamiento?, ¿a la Renfe? Tumbémonos plácidamente, pero lejos del mirador, hasta que se aclaren.