Hace ya muchos años, Enrique Peralta (q.e.p.d.) me regaló 'Los seres queridos' obra del gran Evelyn Waugh, una de las novelas más brillantes y divertidas que haya leído nunca, en la que la mordacidad corrosiva, la más feroz ironía británica y el humor negrísimo se ceban en el mundo de la ingenuidad aparatosa y aparente de los riquísimos californianos, que aspiran a ser sepultados en un delicioso camposanto, llamado 'Prados susurrantes', y a enterrar a sus mascotas amadísimas en otro cementerio, de nombre 'El coto de caza más dichoso', tras haber sido convenientemente momificados, embalsamados, maquillados y vestidos con sus mejores galas, tanto unos, como otras, por la embellecedora de cadáveres Aimée Thanatogenos, cuyo delirante apellido significa la engendradora de muerte, como todos los que tuvimos la dicha de estudiar griego clásico, antes de la LOGSE, sabemos.

La descripción que Waugh hace de aquellos cementerios, si bien extraordinariamente inteligente e hilarante, no encaja exactamente con el tipo que a mí me gusta. Porque he de confesar que me encantan los cementerios. Obviamente, Parcemasa no. Pero sí el Cementerio Inglés. Mucho. A pesar de que los escasamente civilizados jóvenes del botellón, amantes todos ellos de esa tradición tan española llamada Halloween, se dedicaran sistemáticamente a destruirlo, tras la caída del muro trasero y de que el consiguiente conflicto internacional de competencias, entre el Ayuntamiento y el Consulado del Brexit, acerca de la reparación del mismo, llevaran a los muertos a la intemperie durante una temporada larga, aunque afortunadamente inferior a la eternidad.

Decía que me gustan los cementerios. Y es cierto. El de Sevilla, con perdón, es bellísimo. Y el de Córdoba, en este caso, sin necesidad de pedir perdón. Y el de Génova. Y el grandioso cementerio de Colón, en La Habana, con algunos de los mausoleos más impresionantes que yo haya nunca admirado, incluyendo el reluciente de Alejo Carpentier y el abandonado de Lezama Lima, en función de la adhesión, o no, de uno y otro a las terroríficas y delirantes tesis del amado líder Fidel Castro, cuya paz en el más allá debo confesar que no me quita el sueño.

También son hermosos y románticos los pequeños cementerios que rodean las iglesias rurales de Inglaterra, de una anglicana humedad, en los que las lápidas de piedra recubiertas de líquenes e hincadas en la hierba siempre contienen una leyenda encabezada por el 'In loving memory' y terminan con alguna cita de unos versos de Wordsworth, Shelley, o Keats. Los cementerios suelen ser lugares de paz, propios para pasear por ellos, pensar en realidades tan evidentes como la de que ser el más rico del cementerio es una verdadera idiotez y de que quizás los únicos que entienden la miseria de nuestra condición humana sean los trapenses, los jerónimos, los benedictinos y especiales seres de este calibre humano. Porque realmente entre las flores y el silencio de un lugar así, la conclusión a la que uno llega es que la vida que solemos llevar carece de sentido. Más o menos como el Registro de la Propiedad, otro ente de razón, sin fundamento en la mente, que diría Kant.

Todo esto viene a cuento de que escribo estas líneas la noche de Todos los Santos, actualmente llamada Halloween, sin que la inmensa mayoría de los que la celebran a la nueva usanza tengan ni idea de su origen, ni de su sentido, ni de su finalidad, ni todo ello les importe una higa. Pero creo que todo esto requiere, no una explicación imposible aquí y ahora, pero sí al menos un comentario.

Todos los imperios que en el mundo han sido -que son muchos menos de los que recogen los manuales de historia- han aportado a los territorios conquistados e integrados en su esfera de influencia una serie de cualidades, novedades, movimientos culturales, religiones, lenguas, civilización en suma, a la vez que también han llevado a los nuevos miembros del imperio una serie de hechos no precisamente beneficiosos, unas veces por simple contagio y otras por diversos intereses casi siempre negativos para los que los sufren, y que han terminado por transformar de manera radical su forma de vivir.

12

Halloween toma las calles de Málaga

El imperio norteamericano

El caso del imperio norteamericano, que realmente no existe de una forma física, sino como una realidad cultural aplastante, es realmente asombroso. El manoseado y sobado 'american way of life'. No voy a mencionar todo lo que el mundo debe a los Estados Unidos, que no es poco. Concretamente Europa le debe algo tan simple de definir como la libertad. Dos veces en el pasado siglo, los europeos hemos sido liberados de las dos formas de terror, el nazismo y el comunismo, más sangrientas, dictatoriales y perversas que registra la Historia. Dos formas de tiranía engendradas por dos ideologías creadas, idealizadas e impuestas por europeos, por hijos de la culta Europa. Pero a cambio, a través de otros grandes inventos nacidos al otro lado del Atlántico, como el cine que amamos, la televisión que amábamos, e internet al que nunca amaremos, la realidad cultural, sociológica, religiosa, histórica y hasta gastronómica de este viejo continente, se han transformado en algo que, a veces y a algunos, nos parece absolutamente deleznable. ¿Hay algo más zafio que los pantalones 'cagaos', nacidos en Seattle, imitando la salida de los condenados a prisión? ¿Hay algo más ridículo que ver a un pobre hombre con pinta de oficinista semiesclavizado, ascender por las escaleras de la sala de un cine medio a oscuras, acompañado por su señora laqueada, mientras hace equilibrios para que no se le derramen las palomitas que contiene un cubo del tamaño de una lavadora? ¿Hay algo más insano que la comida basura norteamericana, aunque algunos españoles discípulos aventajados hagan su pequeña contribución al envenenamiento universal con la creación de La Mechá? ¿Y qué me dicen del césped artificial? ¿Y de los platos, servilletas y cubiertos de usar y tirar? Pues mucho peor que todo eso y miles de ejemplos más, que cualquiera de nosotros puede aportar a la historia universal del esperpento, incluidas las repugnantes chanclas y los ignominiosos pantalones piratas, es Halloween.

Esta desagradable celebración no tiene nada que ver con nosotros, ni desde el punto de vista religioso cristiano, ni desde el punto de vista cultural, ni desde el punto de vista ético y mucho menos estético. Halloween es la culminación del despropósito y de la llamada ingenuidad norteamericana -está muy extendida la creencia popular de que los americanos son idiotas- si bien el origen de todo esto vuelve a ser europeo, celta, irlandés concretamente, llevada al otro lado del mar por las emigraciones del XIX. Allí perdió su carácter druídico y misterioso, como el de la 'Santa Compaña' gallega, o la religiosidad popular de la 'Fiesta de los finaos' en Canarias, o el bellísimo culto a la 'Santa Muerte' de México. Y a través de las películas de terror, a las que por razones desconocidas para mí tan aficionadas son las alegres muchachadas contemporáneas, llegamos a esta catarsis colectiva de zombis, esqueletos, muertos vivientes, demonios, súcubos, íncubos, brujería y satanismo, con la extraordinaria innovación histórica de que la inmensa mayoría de los disfraces son de plástico, arden como la yesca y están comprados en el chino de la esquina.

Hay que reconocer que la cosa tiene mérito, especialmente cuando ves a una chica joven disfrazada de Cruella de Vil, empujando un carrito en el que duerme plácidamente un chiquito pavoroso, al que su papi, que camina con aire de infinito hastío con las manos de Freddy Krugger y un cuchillo que le atraviesa la cabeza, ha disfrutado sádicamente disfrazándolo del bebe de Rosemary. ¿De verdad que esto lleva a algún sitio que no sea el suicidio colectivo, o la imbecilidad generalizada?

Acabaré, tal como empecé, con un toque de humor de Evelyn Waugh: «Su pequeña Aimée mueve la cola esta noche en el cielo y piensa en usted». Pues eso.