Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que pasear por el Centro de Málaga suponía para el peatón un ejercicio de contorsionismo, pues había calles en las que las aceras consistían en dos hileras de baldosas blancas y grises, en las que tenía que caber uno, la señora con el carro de la compra, la madre con el bebé y la pareja de amigos andando en formación.

Abandonar la doble hilera suponía 'caer' en la incertidumbre del asfalto, donde te podías llevar un susto por la riada constante de coches.

Un fenómeno de este tipo todavía lo podemos apreciar en calle Álamos, que hoy es un incómodo desfiladero peatonal que todos los usuarios tratan de dejar atrás lo antes posible.

En ese tiempo, a las estrecheces peatonales había que sumar un gusto estético en el realce del comercio que despreciaba todo lo posible el inmueble que lo alojaba. De ahí la proliferación, sobre todo en los años 70 y 80, de esas estructuras comerciales en forma de moldes, incrustaciones publicitarias en edificios del siglo XVIII y XIX, a las que había que sumar en las alturas un desbarajuste absoluto y atosigante de letreros comerciales.

Además, si el edificio no había quedado suficientemente irreconocible, se le podía dar la puntilla con una decoración en forma de azulejos o teselas de cuarto baño, una decoración probablemente inspirada en alguna pesadilla lisérgica o, directamente, en una indigestión.

Del largo catálogo de horrores de esos tiempos podemos recordar sin duda el recubrimiento que padeció el Palacio de Villalón, antes de su salvadora conversión en el Museo Carmen Thyssen.

Pero también podemos evocar los dos grandes edificios casi gemelos en la plaza del Teatro, a los que se le perpetró en los bajos un recubrimiento de fachada sólo superado por algunos decorados de películas de Ozores. En uno de ellos, el que hace esquina con la calle Tejón y Rodríguez, hasta parece que los responsables de la hazaña estética escogieron, entre una amplia gama de azulejos, los que más coraje les dio, mientras que en el segundo edificio no se quedó atrás con unas incrustraciones bastante deprimentes.

De los dos grandes inmuebles, por lo menos se salvó el cascarón, lo que no es poco en una ciudad como Málaga, tan poco amiga de ampliar y reforzar con más protección su discretísimo catálogo de edificios protegidos.

Los dos cascarones salvados de la quema fueron en su día edificios completos, levantados hacia 1851 por el arquitecto Rafael Mitjana, el mismo autor que levantó el famoso obelisco al general Torrijos y sus hombres en la plaza de la Merced.

Felizmente, la pareja ha sido recuperada y hoy luce sin las incrustaciones setenteras. Pasar por la plaza del Teatro es asistir al riguroso reestreno de dos de los edificios más bonitos del Centro. Pronto abandonarán el purgatorio.