Es frecuente, cuando soplan malos vientos, conmemorar cualquier cosa, aunque carezca de la menor importancia en la vida de la humanidad, nación, pueblo, o familia de que se trate, con tal de mantener distraído al personal en relación con el triste, o paupérrimo acontecer diario. Esto podría pensarse que ocurre ahora, cuando parece que la conjunción astral que nos rige ha decidido terminar de forma tajante con nuestros amaneceres animosos, nuestros días laboriosos y nuestros anocheceres al calor de la copa en un bar. El cielo se ha cubierto de nubes que solo anuncian desventuras, en las calles se masca la tensión, mezclada con el hastío, las gentes caminan con las cabezas gachas, no solo por mirar a los móviles, sino también luchando con un eterno terral, que irrita los ojos y pone un tono gris en el ambiente enrarecido. Pero puede ser también que todo consista en que concedamos demasiada importancia a cosas que realmente no la tienen, a mentiras y fabulaciones que nos cuentan en cada estúpida pantalla de televisión que encendemos, a cataclismos, tragedias y hecatombes que nos anuncian los profetas del desmoronamiento absoluto del castillo de arena en que, según ellos, consisten nuestras vidas, a turbias confabulaciones tramadas por seres y organizaciones que nadie ha visto y que, bien mezclado, se convierte en un estupendo caldo de cultivo en el que fermenten las siete plagas de Egipto, los cuatro caballos del Apocalipsis y la madre que parió a la gran ramera de Babilonia. Y a vivir, que son dos días. Ya se sabe, «good news, no news».

No, en España hay motivos serios, ciertos e importantes para celebrar algunas efemérides. Aunque a veces las autoridades en funciones se empeñen en ocultarlo tras un velo manchado, ¿cómo no va a ser motivo de celebración el quinientos aniversario de la primera circunnavegación de la Tierra, comenzada por un portugués nacionalizado español y terminada por un español nacido en Guetaria? La trascendencia de este viaje es de tal magnitud, que no se alcanza a entender como no es obligatorio que todos los colegios de España lleven a sus alumnos a visitar la espléndida y absolutamente didáctica exposición, que muestra el Archivo de Indias en Sevilla, patrocinada, por cierto, por la Fundación Unicaja, que últimamente estamos que nos salimos. Con perdón. Por cierto, en el Archivo, creado por Carlos III, bajo la responsabilidad de José de Gálvez, no hay ni una sola imagen del emperador Carlos, con la excusa de que se construyó bajo los Borbones, coartada sin valor alguno, cuando lo que en él se conmemora se llevó a cabo bajo los Austrias, inventores de algo tan revolucionario en aquel tiempo como la burocracia, que constituye la propia razón de ser del Archivo, antes Casa de la Contratación. No hay un solo imperio en la historia universal, cuyos hechos, gloriosos o desgraciados, positivos o negativos estén íntegramente recogidos por escrito y custodiados en el soberbio edificio de Herrera. La nueva dinastía arrasó con la memoria de sus antecesores, como los egipcios borraban los nombres de determinados faraones, que tenían que ser anulados del relato por herejes. Se borra y elimina lo que se aborrece, tradición muy española continuada hasta hoy, para no sentirse uno descendiente de y continuador de ello, en un vano intento de ortodoxia ideológica, hoy llamada corrección política.

Miren, la primera vuelta al mundo supone corroborar definitivamente que nuestro planeta es redondo, comprobar que es mucho mayor de lo que se suponía, descubrir que si se viaja hacia el oeste, se pierde un día y a sensu contrario se gana, con lo que definitivamente se fija la medición del tiempo, la conquista para el orbe español del mercado de las especias, consideradas principios medicinales en la época, la consideración del Pacífico como el océano español y, una vez más, el carácter indomable del hombre frente a la Naturaleza, cuando la flota, tripulada por hombres de muy diferentes procedencias imperiales, navega durante tres meses por los mares del sur, sin ver más que agua y cielo y se alimentan de ratas, que cotizan al alza en el mercado de valores del hambre. Me surge la duda de que hayamos ido degenerando gracias a la sociedad opulenta en que vivimos. ¿O acaso se imagina alguien a nuestros ninis, o a nuestros líderes, luchando contra el viento y las olas durante nueve semanas para doblar el cabo de Buena Esperanza? Líderes que hoy no se han atrevido a celebrar como se merece una gesta de esta magnitud, a cuya sombra Jasón y los argonautas son marineros de agua dulce, para no celebrar las hazañas imperiales, por políticamente incorrectas, y para no molestar a Portugal que, en su pequeñez, ha sido varias veces en la historia una piedra en el talón de España. Portugal y España, tan cercanas y tan lejanas una de otra.

Pero ha habido más glorias a celebrar y estas si se han hecho con rigor, belleza, inteligencia, con grandeza de espíritu y sin prejuicios. Me refiero a los doscientos años de la creación del Prado, sin duda el mejor museo de pintura del mundo, que nace en 1819 bajo el reinado del Rey Felón. Hay dos reinas Bárbara de Braganza en nuestro discurrir histórico que siendo «feas, pobres y portuguesas», según la definición popular madrileña de estas mujeres, tienen una importancia excepcional en la cultura española. La primera la esposa de Fernando VI, que convierte la corte de Madrid en un lugar lleno de música barroca en una tradición que comienza con Farinelli y termina con Boccherini. La segunda, esposa de Fernando VII, que es la verdadera inspiradora de la creación del Prado, que recoge todo el patrimonio pictórico de las sucesivas familias reales españolas, auténticas pioneras en el coleccionismo, al mismo o superior nivel que las grandes familias de las oligarquías renacentistas italianas.

TVE, en un alarde de bien hacer impropio de los momentos actuales en los que el sectarismo y el despropósito rigen su día a día, ha encargado a Ramón Gener, el catalán que es el mejor comunicador de nuestro país en la actualidad, una serie de cuatro programas monográficos, que se emitirán todos los jueves del presente mes de noviembre, dedicados a conmemorar la efemérides y cantar las glorias de nuestra historia contenida en la colección del Prado. Observen atentamente. Un vasco termina en Sanlúcar. Un catalán con los medios del siglo XXI cuenta la historia del Prado y disfruta con ello como un chiquillo. La pregunta retórica y bien intencionada de estos días, acerca de cuantas naciones hay en España, se contesta por sí sola, le pese a quien le pese. No hay vuelta de hoja.

El primer programa de la serie, emitido este jueves ha sido de una emoción sin límites, de una claridad e inteligencia destacables y de un planteamiento realmente demostrativo de conocer a fondo nuestra vida en común. Y Ramón empieza el programa ante el cuadro de Carlos V en la batalla de Mühlberg, pintado por su amigo Tiziano -al que el emperador llegó a recogerle un pincel del suelo, seguramente con el mismo movimiento gentil y caballeresco de Ambrosio de Spínola recogiendo las llaves de Breda, que le entrega Justino de Nassau en el cuadro de Velázquez- en lo que es sin duda la mejor crujía de arte del mundo enfrentando a Tiziano y Velázquez y sus meninas al fondo del gran salón central del museo. Recoger ampliamente el inmenso cuadro de Van Loó de La familia de Felipe V, rodeando a Isabel de Farnesio, que casi sujeta la corona con una mano, en un delirio de sedas, brocados, casacas, pelucas tacones, columnas, cortinajes y estucos y compararlo con los Austrias, hieráticos, solemnes, altivos, imperturbables, pero que parecen una familia noble y no los amos del mundo, en «el cuadro», el más grande de la Historia del arte, Las meninas, en el que no se sabe dónde acaba la ficción y empieza la realidad, es realmente un ejercicio de alta inteligencia. Algún día alguien debería escribir lo que significa ese cuadro para la historiografía del arte universal, desde Jonathan Brown, a Javier Portús, Félix de Azua, Díaz Padrón, Manuela Mena, Antonio López, o Calvo Serraller, para quienes esa obra y el nunca despejado enigma que encierra, llegó a ser uno de los leitmotive de sus vidas. Y recoger especialmente la amistad de ese monarca culto, elegante y exquisito, que fue Felipe IV y el maestro Velázquez, para quien era más importante ser aposentador real, que el más grande de los pintores. Hay un momento bellísimo en el programa en el que Felipe VI pasea solo por el salón inmenso, rodeado de sus antepasados Austrias.

¿Y qué decir de la brillante idea de Gener de coger una reproducción del Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga y traerlo a la playa de Huelin de Málaga y colocarlo en el lugar exacto en que ocurrieron aquellos espantosos hechos, como una prueba de la lucha por la libertad, mientras los bañistas observan curiosos y sorprendidos la imagen, ignorando la mayoría de ellos, que parte de su libertad para estar desnudos y hablar libremente tumbados en las hamacas, se la deben a los personajes reflejados en ese cuadro, verdadera representación de la generosidad de los héroes, unos hombres que dieron su única vida para que los siguientes españoles pudieran vivir lo que ellos no pudieron?

Efemérides y aniversarios de hechos que realmente constituyen el eje, el núcleo y la esencia del espíritu español, de plus ultra, de ir siempre mas allá, de hacer cosas grandes, hechos excepcionales, gestas gloriosas de una Nación cuya existencia hoy se niega por parte de individuos descerebrados y prácticamente analfabetos, que ocupan cargos de poder en una verdadera degeneración de la democracia, que no puede ser otra cosa que el gobierno de los mejores, el gobierno de la inteligencia, del saber, del estudio -esta semana ha muerto Margarita Salas, cuyo zapato ninguno de estos individuos es digno de desabrochar- elegidos libremente, o sea, sin presiones ideológicas, sin escupitajos, sin odios, y sin manipulaciones miserables por parte de un sector de la prensa, especialmente la audiovisual, que se supera a si misma diariamente en la ardua labor del ocultamiento del adversario y la tergiversación. Mi inteligente y culto amigo Francisco de Paula, me recuerda unas líneas del gran David Mamet, bestia negra de la pijo progresía norteamericana, que escribe: «Que un acto político pueda calificarse de correcto postula la existencia de una autoridad universal, incontrovertible, superdemocratica; es decir, una dictadura. El verdadero significado de la corrección política es la ortodoxia ideológica».

Esto me lleva a recordar que cuando ustedes lean estas líneas es día de elecciones generales, una vez más. Llevamos cuatro años seguidos conmemorando la efeméride de celebrar elecciones anualmente. El número cuatro. A lo mejor es para celebrar que estuvimos cuarenta años sin votar. Esperemos que la celebración no incluya estar otros cuarenta años seguidos desquitándonos. Año tras año.