Para celebrar ayer el Día de la Constitución, ese instrumento de concordia y progreso que tanta indigestión causa a las rancias tribus identitarias, el autor de estas líneas cumplió con el rito cuatrimestral de visitar un enclave en el que la bebida y la deposición de materiales parecen su razón de ser.

Y ciertamente, debe de resultar inolvidable empinar el codo o incluso 'agacharse', si llegasen apreturas, teniendo en la cabeza un manto de pinos y el cielo azul, alejado del ruido mundanal y de los coches con reguetón en una zona verde que, hace siglos, fue un bastión militar y un sórdido campo de batalla.

Pero los zambombazos de cañones y lombardas dejaron de escucharse hace tiempo, de ahí que el Monte Gibralfaro, coronado por su castillo, sea tan indefenso como cualquier criatura del universo Hello Kitty.

Esta circunstancia es la que, desde hace años, aprovechan los botelloneros para subir como cabras una de las primeras protuberancias del cerro, nada más dejar la calle Mundo Nuevo, una estribación suave desde la que se pueden sentir los reyes del bebercio.

Gracias a ellos, en Gibralfaro se ha fraguado en estas primeras décadas del siglo XXI, con especial incidencia en la temporada primavera-verano, la palabra 'basuraleza', esa mezcla perfecta entre pinos, higueras, lentiscos, vidrios rotos y papel de aluminio.

A favor del Ayuntamiento, pero también de que no apetezca darle tanto al gaznate en invierno con el relente, hay que decir que la protuberancia botellonera se encontraba ayer en muy buen estado de revista.

La basuraleza era la indispensable y poco más y lo que sí abundaban más eran servilletas cuyo uso, da la impresión, apunta más a la parte posterior que a la boca.

Persiste, eso sí, la pradera de vidrios rotos que da la bienvenida al firmante y algún vaso perdido de tamaño plaza de toros junto a los tapones de plástico a modo de flores de invierno de todos los colores; pero por lo demás, lo más llamativo era algún relío de ropa desperdigado por la hojarasca.

Alguna vez hemos comentado que en este recoveco montañoso suelen aparecer bolsos de mujer huérfanos de dueña, que el ladrón de turno se encarga aquí de vaciar con la tranquilidad que da pasar un día en el campo.

Casi toda la patulea de botellas, bolsas, bolsos y ropas suelen terminar, colina abajo, hasta dar con el muro de la coracha terrestre, la que une la Alcazaba con Gibralfaro. Pero en este ocasión, felizmente, el acopio de materiales era casi imperceptible.

Lo que ningún político parece percibir es la llegada del momento adecuado para eliminar todas las pintadas que padece este muro secular.

Si algún día se ponen a ello, este vivero de basuraleza habrá dado un paso al frente hacia la civilización.

Que pasen un buen puente.