Si esta bodeguilla de papel -en la que cada lunes empezamos la semana hablando de la actualidad política- existiera en un lugar físico encomendada a las labores de barra que proclama su nombre, gozaría de una ubicación privilegiada en los Montes de Málaga. Se levantaría como una venta más en las entrañas de ese parque natural que ejemplifica, quizás mejor que ningún otro enclave, la geografía ebria de contrastes que viene a ser la provincia malagueña. De hecho, contaría con un balcón al mar y sus coordenadas podrían ser usadas como puerta de entrada a la Axarquía.

A esa comarca que despliega una serpiente encalada y heterodoxa, en la que confluye el sueño cañí de innumerables extranjeros. En definitiva, ese territorio que, al dejar atrás la capital malagueña, empieza en Colmenar y Riogordo o también encuentra otra de sus estaciones iniciáticas en el Rincón de la Victoriaque crió a Alberto Garzón Espinosa. A ese inminente ministro de Consumo y apuestas, al que le ha tocado la lotería del Gobierno progresista, y sobre al que ahora se reabre el debate sobre su malagueñismo. Es lo que tiene portar la doble nacionalidad rinconero-riojana y llevarla a gala según donde se encuentre.

La cosa es que en el lodazal de las redes sociales no son pocos los que tienen tiempo de sobra para entregarse a una discusión en la que unos sostienen que es de Logroño y otros de Málaga. Sea lo que fuere, ahora mismo su única verdad es que va a ser ministro y que encima hará, una vez, más historia. Esta vez, no batirá el récord por la precocidad sino por el carnet del pecé. Será el primero que irrumpa en el Consejo de Ministros con la hoz y el Martini -perdón, el martillo- en la democracia actual. Hay que remontarse a la República, ocho décadas atrás, para encontrar otros casos similares.

Sigamos hablando de la Axarquía, de esa atmósfera de mezcolanza que se alarga salpicada de pueblos, entre las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, hasta la frontera con otras provincias andaluzas. Por ejemplo, hasta Alcaucín que acaricia la aduana granadina bajo la sombra de La Maroma y el recuerdo amenazante de la corrupción urbanística.

Hasta ahí queríamos llegar. Hasta Alcaucín. Cuando parecía que este municipio de algo más de 2.000 habitantes -ocupado por una babel de nacionalidades que convive con los autóctonos tiznaos- ya no se asomaba a las noticias, la actualidad de su Ayuntamiento ha regresado como un bumerán. Como un objeto punzante que ajusta cuentas políticas si se tiene en cuenta que el pasado martes, cuando los relojes pasaban las diez de la mañana y Pedro Sánchez andaba metido en capilla para su investidura, Ciudadanos y el Partido Popular anunciaron una moción de censura que pretende arrebatarle, el próximo día 22, la alcaldía al PSOE. A la alcaldesa Ágata González, que gobernaba con el apoyo de Ciudadanos, al igual que durante toda la legislatura anterior hizo el partido naranja con el apoyo socialista que mantuvo con la vara de mando a Mario Blancke. A un belga que hizo suya la lucha por la regularización de viviendas sobre la que ahora se ha pronunciado la Junta de Andalucía y que, tras tres décadas en tierras axárquicas, despliega un acento casi andaluz que impide cantarle a lo Joaquín Sabina aquello de absurdo como un belga por soleares.

Ahora, Alcaucín ha emergido como botón de muestra de que la crispación reinante llevará al bloque de izquierdas y al de derecha a no perdonarse ni una, a ajustar tantas cuentas como sea posible.

De ahí que Ciudadanos y PP, como en tantos sitios, se alíen en un momento tan simbólico con la sorpresa añadida de que Mario Blancke no será el alcalde naranja, sino su número 2 Fernando Córdoba. Dice Blancke que lo hace por honestidad y no restarle credibilidad a la moción de censura, que no se trata de quitarte tú para ponerme yo. Y, además, existe el antecedente de que hace prácticamente medio año él la tuvo con el PP de su pueblo, y se enzarzó en una hilera de acusaciones con ellos, cuando recibió despreciables amenazas xenófobas que preferían como alcalde a un tiznao de verdad antes que a un extranjero.

Alcaucín vuelve a la actualidad y, si nada tuerce la lógica, tendrá a su sexto alcalde de cuatro partidos distintos desde 2009. El sillón de su ayuntamiento no cría permanencia desde que el socialista José Manuel Martín Alba, que guardaba el dinero como Gala la musa de Dalí debajo de la cama, fue encarcelado por delitos urbanísticos que ponían fin a los 18 años en el poder de este albañil y cantaor flamenco, tocado con un sombrero y conocido como El Patillas o Pepe Calayo.

De hecho, tras su detención, en el pleno que le buscó sustituto se dio una situación que a la postre fue catalogada como transfuguismo, pues el andalucista Guillermo Pérez fue elegido con votos procedentes de su partido, del PP e incluso uno de PSOE. Luego, el regidor del PA falleció tras luchar contra una dura enfermedad en vísperas de los comicios de 2011, de los que salió alcalde el popular Domingo Lozano. Cuando consumió su legislatura, el elegido para la siguiente pacto mediante fue el ciudadano belga Mario Blancke. Y tras su periodo, la socialista Ágata González parece que no pasará de los siete meses en el poder. Dicen que el nuevo alcalde será el concejal naranja Fernando Córdoba. Ahora tiene que confirmarse en el Pleno. En cuestión de días se sabrá.