Mañana

-¡Anda, si es la Lucía!

-Hola.

-¿Tú no estabas triunfando en Londres?

-En Berlín.

La mujer la mira de arriba abajo y se va.

-¿Te acuerdas de la Lucía, la niña de los pelos azules del quinto?

-¿La que era novia del Antonio?

-Hoy la he visto en el portal.

-¿Se queda?

-No sé. Para mí que ha venido a pasar la Semana Santa.

-Pobre chica.

Ella recuerda pocas cosas de aquella noche: las voces, la ambulancia, el llanto, la policía, las vecinas. Al día siguiente, el funeral, la lápida. Diez años más tarde, Berlín, la música, cantar. Hay muchas canciones y demasiadas mentiras en ellas; incluso cuando son tristes consuelan. No quiere cantar más. Prefiere el silencio.

-No se me quita de la cabeza aquella noche.

-Pasó lo que tenía que pasar. Eso sí, la Lucía espabiló, y bien rápido. La más chula del barrio. Y se ligó al más guapo.

-Esa niña siempre ha tenido muchos pájaros en la cabeza. Mira que dejarlo e irse a Europa. De cantante de un grupo moderno. Y hoy la veo con su maletita y la cara de gallina mojada.

-Cuando se entere de que el Antonio se ha casado y tiene dos niños, le va a dar algo, que esta ha venido aquí a eso, a buscarlo, te lo digo yo. ¿Y tú qué miras?

-A este de toda la vida le gustaba la Lucía, ¿verdad, Matías?

-Le voy a tirar una flecha.

-¿Qué dices?

-En el corazón. Una flecha.

Tarde

Matías la sigue con la mirada. A veces se pierde entre el gentío que aguarda el paso del trono; no se desespera. Ella es especial y es fácil encontrarla: basta con cerrar los ojos y ya sabe dónde está. Él tiene poderes, pero en el mundo (o sea, en el barrio) nadie le cree. No importa, hoy se lo va a demostrar, van a quedarse sorprendidos. Aprieta con fuerza la flecha que lleva en el pecho, diríase que cosida al corazón. «Voy a curarte, Lucía», se dice para darse ánimos.

Procura pasar desapercibida, pero sabe que no lo consigue. Se siente observada. Por las vecinas, por los chicos, por el Matías. A saber qué piensan de lo que pasó. Nunca dijeron nada delante de ella, era llegar y se callaban, era volverse y comenzaban a cuchichear. Sus miradas, entre la pena y la curiosidad. Por eso tuvo que hacerse dura, refugiarse en la música, buscarse a un novio para que la respetaran y la dejaran en paz. Hasta que pudo marcharse sin dar una sola explicación. Nadie se la pidió. Ni siquiera él.

-Me voy.

-¿Adónde te vas a ir tú?

-Lejos, Antonio.

-Muy bien.

El trono se aproxima y la gente se agolpa. Lucía lo mira y descubre con ojos nuevos la cara de la Virgen. Se le revela su angustia, empatiza con su dolor. La ciudad desaparece y solo ve su rostro, las lágrimas eternas, la pena infinita. El trono se detiene a unos metros y ella sale a su paso. Quiere mirarla de cerca, sabe que no tiene respuestas para sus preguntas, pero que la va a entender. No siente a nadie ni a nada más, no oye a Matías que se le acerca, no percibe cómo la coge del brazo recién tatuado con las notas de música y las estrellas, no ve que se abre la camisa mientras le dice:

-Esta flecha, de mi corazón al tuyo.

Baja entonces la mirada y contempla el pecho de Matías: una flecha tatuada en el lado izquierdo sobre un corazón en llamas. Un corazón sobre otro corazón. Mira a Matías el loco y descubre la dulzura; mira a la Virgen y comienza a sentir algo muy profundo. Tanto que solo puede hacer una cosa: cantarle. La calle estalla en silencio y Lucía canta la saeta más sincera y desgarrada que han escuchado en su vida.

Noche

-Tu madre se suicidó, Lucía. Tienes que aceptarlo de una vez.

-¿Por qué lo hizo, Matías? Las cosas no nos iban bien, pero tampoco tan mal.

-Deberías vender la casa.

-Quizás sea lo mejor.

-Sabes que sí.

-¿Te vienes conmigo a Berlín?

-No me lo dices en serio.

-Claro que sí.

-¿Y qué va a hacer allí el loco del barrio?

-¡Qué pregunta! Lo que sabes hacer como nadie: locuras.