«Endulzo la vida a los demás». Así es como define su oficio José Carmona, Pepe para los clientes. Pepe y Loli bajan la persiana de la histórica pastelería Reina Astrid por última vez. El pequeño local situado en calle La Crónica encierra la historia de un niño de 11 años que se embarcó en la aventura de ser pastelero. Ahora, la jubilación llega para ambos, después de tres décadas tras el mostrador ella, y más de 50 años en el obrador él. «He tenido una vida apasionante y sacrificada, yo me jubilo porque me toca por edad, pero si no, seguiría», destaca Pepe.

El pastelero comenzó su oficio con once años en un negocio de Antequera. Luego, con 18 años empezó a trabajar para Reina Astrid. «Mis patrones eran belgas». De ahí el nombre de la pastelería, hicieron honor a la reina Astrid de Bélgica tan querida que los belgas la elogiaban como «la princesa de las nieves». No hay secreto para este éxito. Son las mismas recetas y la misma masa madre que le enseñó su patrona con 18 años.

La pastelería abrió en Torremolinos en los años 60, su época dorada, concretamente en La Nogalera. Pepe abandonó la pastelería española tradicional y aprendió los entresijos de las recetas belgas y francesas. «Era fascinante, un mundo desconocido y asombroso para mí».

Cuando la pastelera belga cerró, Pepe trasladó el negocio a la zona de Las Pirámides, y asegura que la esencia nunca se ha perdido. «Mi patrona vendió la pastelería y me vi de la noche a la mañana sin trabajo y con tres hijos. Solo sabía hacer dulces por eso abrí aquí el local y bendito ese día», recuerda. Pepe siguió con el negocio 29 años sin perder su esencia.

«Los dulces han viajado en avión antes que yo», suelta entre carcajadas Loli. «Los han llevado a muchos lugares importantes, incluso a Bélgica». Y comenta que acuden de sitios diferentes a comprar. Pepe, que no ha dejado en ningún momento de amasar, comenta que el secreto es la mantequilla, la harina y tener gracia al hacerlo.

Los recuerdos se amontonan en la cabeza de esta pareja «Nos vamos con la satisfacción del deber cumplido, como se dice». Pepe mira por la ventana y en sus ojos se advierte un poso de tristeza. No quiere que sus recetas queden en el olvido. Su ilusión es sacar las recetas centenarias que tiene guardadas y enseñárselas a un aprendiz para que los dulces no desaparezcan. Sus tres hijos han estudiado en la universidad y no han continuado el oficio.

Tantos años de trabajo tras un mostrador tan dulce dan para muchas anécdotas y visitas ilustres. Loli comenta: «Han pasado muchos deportistas, políticos y famosos pero aquí todo el mundo es tratado por igual, con sencillez y humildad». Admite que lo que más le gusta de su trabajo es tratar con los clientes. «Este es un trabajo muy variado, a mí me apasiona porque nunca haces lo mismo. Hay momentos en que es agobiante, porque hay fechas muy duras, como Navidad, pero luego es muy gratificante porque todos los días pones cosas diferentes y siempre viene gente nueva. Tiene mucha vida este mostrador».

La pareja reflexiona sobre la esencia de estos negocios artesanales y su futuro. A veces no nos damos cuenta, pero esta circunstancia cotidiana ha cambiado la fisonomía de la ciudad y acota las distintas etapas de la historia local, del hilo narrativo de la vida que el devenir diario va tejiendo poco a poco. Málaga ha experimentado la irremediable extinción del comercio tradicional y la conversión de negocios locales a franquicias desprovistas de personalidad y cuyos nombres suenan igual en China que en Málaga.

La reina belga se despide para siempre.