Cogí el sobre y volé hasta la librería. Me lo guardé en el bolsillo interior de la chaqueta y caminé a paso ligero. Tampoco quería llamar la atención. Me parecía como si todo el mundo me observase. Escuché una sirena. Era una ambulancia. No me atreví a abrir aquel bulto. ¿Era sangre aquello que chorreaba? Fede no tenía tanta imaginación como para llevar a cabo aquella broma. Las estudiantes de español no podían ser tan macabras. Mi teléfono volvió a vibrar. Y casi me da un infarto. Era Fede. Buenos días, guapo. Lo que te perdiste anoche, me decía. Guardé el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón.

Llegué a la librería. La nota de "Vuelvo en 5 minutos" no estaba en la puerta. Pilar me esperaba dentro. —¿Dónde estabas? Pilar suele llegar a las doce. Aunque es mi jefa, es un sol. Siempre me trae un cruasán y un té verde. Desayunamos mientras nos ponemos al día sobre el negocio, lo que suele ser rápido. Después se marcha a hacer gestiones. La verdad es que no sé a dónde va, ni se lo pregunto. Yo sigo sacando libros de las cajas, colocándolos en las estanterías y guardando los ejemplares que no hemos vendido y que se pudrirán en un almacén. Aquella mañana no había té verde ni cruasán. Ni siquiera me dio tiempo a contestar.

—Estás despedido —dijo.

—Pero, Pilar...

—Lo siento, Mayo. Se acabó. No es la primera vez que vengo y tienes la librería cerrada. Eres un desastre. Mira como esta todo esto. ¿Has hecho lo que te pedí?

No, no había hecho nada de lo que me había pedido en los últimos meses. Teníamos devoluciones atrasadas y libros por colocar. Las cuentas no cuadraban. Eran escasas y siempre faltaba dinero. O había de más. Me dedicaba a promocionar las presentaciones, con escaso éxito, pero tampoco se podía decir que toda la culpa fuera mía. Si nadie quería comprar libros, yo no podía obligarles.

Pilar estaba a punto de llorar.

—Lo siento más por tu madre, pobre. Pero esto no puede seguir así, Mayo.

Pilar y mi madre eran muy amigas, amigas del colegio. Luego mi madre me había tenido a mi de soltera y luego mi madre se había casado con un gallego que no era mi padre ni pretendió serlo. Vivimos en A Coruña una temporada. Yo regresé a Málaga para convertirme en escritor. Me gustaba decir que seguía los pasos de Picasso, marcando la aliteración. Aunque fuera mentira. Una mentira aliterada. Mi primera novela la había publicado en una editorial pequeña, local. Se vendieron 1.500 ejemplares. Una miseria de la que, además, no había recibido ni un sólo euro. El editor siempre me daba largas y un amigo abogado me había recomendado que no fuera a juicio por una cantidad tan exigua. La segunda novela conseguí sacarla en una editorial que tenía distribución a nivel nacional. La editora solía presentar sus novedades en la librería e incluso me dio un adelanto. Pero no habíamos pasado de la primera edición. Pilar había asistido a todo este proceso. Era una especie de tía para mí. Su apoyo y comprensión me habían ayudado mucho. Por eso me sorprendió tanto verla tan enojada.

—Pilar, en serio, lo siento mucho.

—Lo sé, Mayo. Sé que lo sientes y también sé que volverás a hacerlo. Tienes que centrarte.

Tienes talento, pero el éxito no te va a llegar de la noche a la mañana. Tienes que trabajártelo.

—Te prometo que...

Pilar negó con la cabeza. Ni siquiera me dejó terminar.

—Lo siento.

Iba en serio. Su actitud era más severa que aquella vez que me sorprendió con una chica en la parte de atrás. Fue cuando Aura y yo habíamos roto, durante la época en la que viví en casa de varios amigos. Aquel día, incluso, se mostró más comprensiva.

Intenté darle dos besos de despedida y me apartó con suavidad.

—No le voy a contar nada a tu madre —dijo—. Podemos esperar a que encuentres otro trabajo. Dale recuerdos a Aura.

Y se volvió hacia la pantalla del ordenador, como si tuviera algo urgente que hacer.

Salí a la calle y respiré profundamente. Tenía ganas de vomitar y me costaba fijar la mirada. Me apoyé en la fachada. Tenía los dedos rojos. Era aquel líquido que chorreaba del fardo. Se me había metido debajo de las uñas, impregnado mis huellas dactilares. ¿Cuándo y cómo me había ensuciado? ¿Se habría dado cuenta Pilar? Saqué el sobre. El sobre estaba manchado, ahí estaba la explicación. Lo examiné con disimulo ante el ir y venir indiferente de turistas y personas normales. Contenía varios billetes de 50 euros. Muchos. Y una bolsa de plástico transparente que no me atreví a extraer. Devolví el sobre al bolsillo interior de la chaqueta cuyo forro también se había manchado de aquel líquido que me resistía a llamar sangre.

El teléfono volvió a vibrar. Tenía cinco mensajes de El asesino del Guadalmedina. Yo he cumplido mi parte. Ahora te toca a ti, decía el último.

Busqué alguna frase ocurrente, una cita, un pensamiento célebre al que asirme. Me acababan de despedir, pero en mi cabeza sólo había espacio para una imagen: la del fardo ensangrentado bajo el puente de hierro. Deseé estar en casa con mi gata Louise, construyendo vidas ajenas, mundos muy parecidos a este, sin final feliz. Mi editora dice que mis historias generan desasosiego, que me tome en serio la literatura, pero no a mis personajes. A mí, desasosiego me suena a Pessoa y yo he crecido con Los Simpsons. Sé que lo dice para ayudarme, que le gustaría que fuera más condescendiente y así mis libros tendrían éxito. A mí también me gustaría vender muchos libros.

Por fin se me ocurrió la cita: "El escritor que sobrevive a su época es el que sabe expresarla de manera más adecuada y concreta, con el mayor relieve y talento." Es de Diderot. Nunca he leído un libro suyo.