La cordialidad y cercanía que desprende Rafael Jaime Calderón (Málaga, 1935) se vuelve más valiosa al conocer la vida de este malagueño que se convirtió a la fuerza en adulto, de la noche a la mañana, cuando cumplió 11 años.

Su padre era el encargado de una fábrica de curtido de pieles que capeó la posguerra escribiendo cartas y solicitudes a personas analfabetas. La familia a duras penas salía adelante, por eso no tuvo Reyes, pero su padre palió esta carencia al regalarle un año su plumier. Con él comenzó a copiar «todo lo que veía: tebeos, fotos, libros» y un día, le vio Ángeles Alessandri, tía de Ángeles Rubio-Argüelles, a quien le llamaron la atención las habilidades artísticas del niño.

El pequeño Rafael, por cierto, estuvo a punto de perder la vida un verano que su padre vendía sandías y melones cerca de los toros: saltó, tropezó y se dio un golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento. El futuro pintor recordaría en sus memorias, tituladas ‘Una vida con lápiz y papel’, que en el Hospital Noble donde le condujeron se vio «desde fuera de mí, tumbado en aquella camilla con un médico que me asistía».

En otra ocasión, el pequeño estaría cerca de morir ahogado en el Puerto, cuando cayó al agua. Un pescador le salvó la vida al rescatarle in extremis.

En 1943 falleció su padre así que tuvo que echar una mano en casa, donde sólo quedaban él, su hermano pequeño Antonio y su madre, que tuvo que dejar un quiosquillo que tenía en el Paseo de Reding y ponerse a limpiar casas. En cuanto a él, recuerda a este diario que «vendía agua en el Parque, caramelos en la puerta de los cines y leche por las mañanas, pero era insuficiente».

Ante la falta de medios, su madre acudió a pedir ayuda a Ángeles Alessandri, que hizo las gestiones para que el hermano de Rafael ingresara como interno en la Casa de la Misericordia. La situación económica era tan apurada que Rafael entró poco después, en junio de 1944, de nuevo gracias a la tía de Ángeles Rubio-Argüelles.

Allí se enteró, en 1946, del fallecimiento de su madre. A partir de entonces tuvo claro que cuando saliera de la Casa de la Misericordia, «el único bagaje del que podría disponer para caminar por la vida serían mi formación y conocimientos».

Y se destacó en el Colegio, hasta el punto de reivindicarse para estudiar y formarse, de ahí que lograra entrar, como «una concesión especial» del centro, en la Escuela Superior de Comercio de Málaga, estudios que compaginaba por las tardes con los de la Escuela de Artes y Oficios. Los dos los concluyó.

Lo llamativo es que el Colegio de la Misericordia contaba con internos e internas, separados por sexos como compartimentos estancos. Así que fue un día, mientras caminaba al Centro para estudiar, que coincidió con Carmen Sarria, una interna de la Misericordia a la que fue conociendo y que terminaría siendo su mujer.

Fue ella quien le animó a marcharse a trabajar a la factoría naval de Matagorda, en Cádiz, donde estuvo un tiempo como contable. Carmen terminó marchándose a Barcelona porque allí trabajaba de maestra su hermana.

Durante ese tiempo en Cádiz, el director de la factoría, aficionado a la pintura, le envió a una convención a Madrid. Fue la ocasión para estar un mes en la capital de España y visitar el Museo del Prado, donde quedó deslumbrado por el que sería su pintor favorito: «El mejor de los mejores es Goya», sentencia sin dudarlo.

La presencia de su novia en Barcelona le movió a trasladarse a la Ciudad Natal. Otra de las cosas que más le ayudaron es que tenía el ingreso aprobado en la Escuela Superior de BB.AA. de Sevilla y en la Escuela Superior de Sant Jordi de Barcelona le convalidaban ese ingreso.

A finales de 1958 llegó en tren a la capital catalana, su hogar durante los próximos 35 años. Comenzó a trabajar para editoriales a las que les realizaba portadas de libros. «Hice muchas cosas para Sopena, Juventud, cinco o seis editoriales».

En esos inicios como artista, conoció a través de Pepe Guevara -amigo y compañero en la Escuela de San Telmo- a Félix Revello de Toro, a quien solía visitar en su estudio. Además, ingresó en el Círculo Artístico de Sant Lluch, donde por las noches, después del trabajo, acudía a pintar modelos vivos.

El 14 de febrero de 1960, tras un contrato indefinido en una agencia publicitaria, contrajo matrimonio con Carmen Sarria. Serían padres de tres hijos. Años más tarde acogerían como una más a su sobrina, que perdió a sus padres.

El postre y los 500 cuentos

En una posterior visita a Málaga, aprovechó para regresar con su mujer a la Casa de la Misericordia y a cada interno le regaló un cuento de la editorial Sopena ilustrado por él y un postre (compró 500 ejemplares).

En los 70, además de trabajos gráficos para varias empresas fue abriendo un hueco en su apretada agenda para retomar con fuerza la pintura. «Me salieron algunos encargos de retratos y algunas galerías comenzaron a ver mis obras», señala en sus memorias. Y aunque su primera exposición individual ya tuvo lugar en 1964, en la década siguiente aumentarían bastante.

En 1974, su vida da un giro cuando un amigo pintor le propone pasar un tiempo en Ibiza y probar suerte como artista en pleno boom turístico de la isla.

Tan bien le fue que durante muchos años (18 temporadas) estuvo pasando cinco meses en Ibiza, con los turistas extranjeros como sus principales clientes. «Allí pintaba retratos en hoteles y pintaba por las mañanas paisajes del natural», recuerda.

Mientras realizaba esos trabajos, en 1979 decidió compaginar esta pintura más comercial con «una obra propia». En esos primeros cuadros dominaban el ocre y el negro. Fueron unos 30 lienzos que pudo exponer en la Galería Matisse de Barcelona, en 1981.

En los 80 vendrían satisfacciones como el que un retrato del Rey Juan Carlos estuviera seleccionado entre los 34 (de 360) de un concurso organizado por la Cámara de Industria y Comercio de España. Obtuvo un quinto accésit de un certamen que ganó Ricardo Macarrón.

En 1986, al tiempo que exponía en Sevilla, Córdoba y Granada, pudo hacerlo en su tierra natal, en la Sociedad Económica. «Fue un éxito de público», recuerda. Un año más tarde, el azar se cruzó al sustituir durante unos meses como profesor de pintura en Málaga a Pepe Guevara. De esta forma, Rafael Jaime fue la última persona que vio con vida a David Guerrero, el desaparecido niño pintor, de quien recuerda que era «un chico muy tímido y recogido, muy buen niño, además de que tenía maneras de pintor».

En 1993, el matrimonio decide dejar Barcelona y establecerse definitivamente en Málaga. En la ciudad tienen la suerte de localizar una vivienda con amplia terraza, que el pintor convertirá en buena parte en su estudio.

El pasado febrero, la Sala Barbadillo de la Asociación de Artistas Plásticos de Málaga (Aplama) acogió una exposición antológica de este pintor inquieto, que ha explorado el realismo, el expresionismo, el cubismo, el impresionismo y la abstracción.

Rafael Jaime Calderón, una persona hecha a sí misma por los duros azares de la vida, ha seguido su propio camino en el arte, por eso concluye sin género de dudas que «se puede vivir del arte sin hacerte rico pero siendo libre». En esa libertad está su premio vital.