En la Estación de tren María Zambrano, por supuesto, solo hay tres propósitos que justifican ya la presencia de uno mismo: trabajar, tomar un tren o acudir al supermercado.

El segundo y tercer motivo son los más evidentes. Llegan carritos dispuestos a rellenarse de provisiones (quien sabe si con papel higiénico) así como maletas empujadas por viajeros que miran a derecha e izquierda con cierta inquietud. El personal que acude a su puesto de trabajo está atónito.

"Caballero, señora, ¿adónde se dirigen?". La Policía Nacional inquiere a todo el que pasa, pide identificaciones si así lo considera y vigila que se cumpla con lo que dicta el Gobierno central: salir solo cuando sea necesario. Hay sonrisas incrédulas al ver el despliegue policial, aunque también se ven mascarillas, guantes y metros de distancia, con tal frecuencia que destilan una sensación de que la cosa es seria.

El personal de Adif cumple el protocolo con gesto serio, atiende a todo el que tiene una pregunta con amabilidad tensa y cuando cesa la consulta, una recomendación: "¡Protéjase!". Quien todavía no se lo creía, probablemente tras este primer lunes laboral en cuarentena empezará a hacerlo.

No obstante, esa sensación choca con episodios aislados, protagonizados por quien rehusa de la realidad, aquellos que prefieren ponderar la libertad individual por encima de la seguridad colectiva€ en resumen, esos que se lo siguen tomando "a pitorreo", como se escucha en la calle. A lo largo de la jornada, los agentes se afanan en su trabajo -por cierto, algunos con guantes, otros sin ellos y ninguno con mascarilla-, sencillo pero vital, con una paciencia implacable.

Ese clima de colaboración se ve perturbado cuando un individuo entrado en años decide que puede fumarse un cigarrillo con tranquilidad en las puertas de la estación mientras observa el panorama que subyace de un país en estado de alarma por una pandemia global. Un policía le apremia para que se marche y opte por fumar en casa. Indignación, negación, desdén. Toda una escena que acaba con la documentación fuera de la cartera y bastante crispación. Después, todo el mundo a lo suyo.

Lo surrealista de la situación se intensifica aún más si cabe cuando llega una ristra de camiones de la Unidad Militar de Emergencias (UME), concretamente el II Batallón de Intervención, que ha desplegado en Málaga unos 130 efectivos. "¿Han llamado a los militares?". La gente no puede evitar pararse a la entrada de la María Zambrano, sacar fotos, hacer vídeos€ una prueba fidedigna que dé conversación cuando toque volver al confinamiento. Los nacionales -a estas alturas, menos pacientes- tratan de evitarlo. Inexplicablemente, muchos de esos curiosos son ancianos.

El clímax llega cuando los militares se enfundan en unos trajes blancos, con guantes azules y mochilas amarillas de fumigación. Honestamente, cuesta creer que es el ejército. Entran en fila de uno, guardando una distancia simétrica entre cada uno de ellos y se dirigen a las dependencias de la estación de tren, donde comienzan a desinfectar todas las zonas públicas, como ocurre en el aeropuerto y en el puerto de Málaga. La gente se arremolina hasta donde se les permite y contemplan con estupefacción.

En cualquier caso, la estampa es inquietante. Quizás hace una semana lo tildaríamos de exageración, pero hoy nos genera cierto alivio. Lección aprendida.