Al caer en la cuenta de los numerosos trances cotidianos que ya no serán posibles durante el confinamiento en los hogares, salí al encuentro de soluciones para no sufrir el síndrome de abstinencia en relación a una afición que me acompaña desde que, a finales de la adolescencia, empecé a frecuentar el vuelo de las aves nocturnas. En cuanto cae la tarde para pasarle el testigo a la negra noche, allá donde me encuentre busco -forzando la vista- las ventanas encendidas que salen al paso de quien todavía anda suelto por la ciudad. Ya sea desde la acera vecina en la que tiras la basura, la atalaya de cristal de un autobús urbano o en el frenazo de varios segundos que le ofrece un semáforo en rojo al taxi que te pasea por la madrugada, ese concierto de vidas iluminadas atrae mi atención como si encendiese el instintivo juego que despierta de su letargo al voyeur que todos llevamos dentro. Quizás solo lo haga por el mero placer de sentir despierta a la noche, de imaginar existencias en vilo para certificar que esta y cualquier otra geografía urbana -no solo Nueva York- nunca duerme. Antes, miraba a las ventanas desde la calle. Ahora, para no echar de menos hasta extremos enfermizos ese hábito secreto, le he dado la vuelta al calcetín con la mirada. Ahora, miro a la calle desde las ventanas.

Salvando las distancias históricas y cronológicas, de repente nos hemos sentido identificados con aquellos personajes de una obra de teatro que leímos una vez en el instituto: 'El tragaluz', de Don Antonio Buero Vallejo. En este siglo XXI que te seduce con una sobredosis de ocio consumista y cualquier capricho lo pone a tu alcance, verse de un día para otro encerrado en la casa es, hasta para aquellos que presumen de metros cuadrados, un viaje no deseado a las profundidades de un sótano. Un castigo fortuito que -en un escenario inédito para la mayoría de sus actores- invita a la reflexión, genera sus propios conflictos y, sobre todo, te obliga a escrutar la realidad desde un habitáculo limitado. ¡Con todo lo que eso conlleva! Con toda la vigencia que le concede a aquella pieza valiente de Buero Vallejo que fue puesta en escena por primera vez, hace más de medio siglo, sobre las tablas de un teatro madrileño, cuando se empezaban a intuir las postrimerías del franquismo.

En el transcurso de estos días lentos, miramos a la calle desde las ventanas mucho más de lo que el baño de prisas habitual nos suele permitir. Hemos apretado, en un ejercicio de responsabilidad, el botón de 'pause'. Y, de vez en cuando, hasta apreciamos la belleza de ese paisaje al que casi nunca miramos porque nos parece un decorado aburrido y tranquilo, que no le ríe la gracia al maratón de aspiraciones al que nos empuja cada mañana la rutina. Puede, incluso, que mientras nos sobran dedos en las manos para contar los escasos coches que derrapan en el horizonte concediéndole una inesperada tregua al asfalto, nos percatemos de la verdadera amenaza que plantea el cambio climático.

Ante los niveles en los que anda el panorama contagiado de coronavirus en este preciso instante, seríamos incluso optimistas si aseguramos, jugando con el título de la brillante película de Daniel Sánchez Arévalo, que la realidad se ha teñido de un color 'gris oscuro casi negro'. Sin embargo, a nuestro alrededor parpadean más lucecitas de las que realmente pensamos. Basta con pararse para adivinarlas. Por ejemplo, una esperanzadora farola te deslumbra al final del túnel si -en un lunes atípico de teletrabajo que encima estrena colegios cerrados- tu hija de tres años y medio pregunta durante el desayuno cuándo vamos a aplaudir otra vez en el ventanal de la terraza.

Entonces, la sonrisa te lleva en volandas. Te pone a imaginar que, cada tarde-noche, el aplauso será más sonoro. Y que nuestras palmas estallarán pensando, cada vez, en más personas. En todos los sanitarios y en quienes combaten cualquier enfermedad en la soledad nerviosa de un hospital. En los empleados de los supermercados y de cualquier otro establecimiento que aguarde tras el mostrador la visita de alguien que necesita algo. En los autónomos y en cualquier otro profesional que haya sido privado de su actividad con la consiguiente merma económica. Además, pensaremos en nosotros mismos. En todos aquellos que nos miramos de reojo desde un balcón a otro para corroborar que en este barco no viajamos solos. Mientras aplaudimos, pensaremos en que ya queda un día menos para regresar a aquello que hasta la semana pasada entendíamos por normalidad. Que quizás no esté tan lejos ese momento en el que volvamos a coincidir con nuestros vecinos en el parque infantil o en el bar de la esquina. Y, llegados a esa meta que tanto anhelamos, nos saludaremos con más ganas que la última vez y seguiremos la conversación por donde la habíamos dejado en la ilusionada tarima solidaria que, cuando anochece, nos prestan los balcones y las ventanas.

Aplauso al personal sanitario en Málaga

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