Hace muchos años que le tengo aversión al número diecisiete. Casi todo lo malo que me ha ocurrido en la vida, ha tenido lugar en un día diecisiete. Siempre he sido algo supersticioso, pero desde que leí, también hace muchos años, uno de los libros de la Biblia que tiene el nombre de Números, lo soy aún más. O creo en la numerología. No lo sé. Pero mi madre murió un diecisiete de marzo, día de San Patricio, patrón de la rebelde y literaria Irlanda, que lo celebra con bailes, tréboles y cabalgatas. Esta semana se han cumplido catorce años de su partida y sigo sin llenar el hueco de su ausencia. He pasado el día encerrado en casa, en este arresto domiciliario que un gobierno, notablemente incapaz y sobresalientemente inepto, ha decretado, transfiriendo a los ciudadanos la responsabilidad de la invasión de esta nueva peste negra, si no acatan esta orden a rajatabla y consiguiendo el prodigio de que, lo que el ocho de marzo era un simple «resfriado» haya causado más de mil muertos en doce días.

Encendí una vela en su memoria. El fuego, como recuerdo de los que se fueron y nunca más volveremos a ver, tiene un emocionante poder evocador, una nostálgica carga emotiva, incluso la sensación alucinatoria de sentirnos más cerca de ellos. Estuve oyendo la Novena de Beethoven en la versión de la Sinfónica de Chicago, dirigida por el gestual y genial Ricardo Muti. Las gentes del norte tienen una serie de solemnidades rituales, basadas en el fuego y la música, de las que carecemos los del sur, o al menos así me lo parece.

Los versos de Elliot

Mientras escuchaba ese prodigio de inteligencia, esa vibrante sonoridad que los sonidos y acordes de cualquier obra de este ser inmortal -pero especialmente esta- penetran en el cerebro y provocan algo parecido al aislamiento del resto de la existencia, pensaba en el tiempo pasado, en la inconsciente infancia, la feliz adolescencia, la encendida juventud, la plena madurez y la dolorosa partida. Pero también en el tiempo presente, en esta época en la que alcanzan su plenitud los versos sobrecogedores de Elliot, ese rebelde bien peinado, en la tierra baldía, devastada y yerma. En las calles desoladas, en los columpios sin niños de los jardines públicos que solo los mueve el viento, en el silencio del supermercado, en que la gente no habla, cierra la boca y saludan con una leve sonrisa a algún conocido, esquivándose unos a otros, entre baldas medio vacías, por corredores de abrazos perdidos.

No esperen hoy un artículo más o menos bonito, intentando hacer alta literatura, sin conseguirlo. No esperen otra cosa sino el deseo de infundir esperanza. Ya saben eso tan manido de «malos tiempos para la lírica». Pues eso. Estas líneas, columna, artículo o lo que quiera que sean iba a tener otro título, El reino de los réprobos, como la prodigiosa novela de Anthony Burgess, que aseguraba haberse convertido al contemplar el revuelo de ángeles desplomándose o ascendiendo en el «Transparente» del Maestro Tomé en la Catedral de Toledo. Pero no se llama así. Porque aunque hay muchas y poderosas razones para nombrarlo como el reino de los malvados, como el infierno de Dante, también hay muchas razones para la esperanza, hasta el extremo de preguntarme a mí mismo si de verdad los ángeles existen y están aquí con nosotros y no los reconocemos. Porque pasan desapercibidos. Porque hay gente maravillosa y lo ignoramos, o no nos importan, o incluso molestan con su petición constante de ayuda. Piensen en las Hermanas de la Cruz, las de madre Angelita, como las llaman en Sevilla, y que aquí están en la plaza de Arriola, que solo viven para las prostitutas, los yonkis, para ayudar a los más pobres entre los pobres y para ponerle el sudario a los abandonados, a «los dejados de la mano de Dios», como antes se decía. ¿Qué estarán haciendo estos días? ¿A qué se dedicarán? Cuando no pueden salir, pasan largas horas en oración, postradas en el suelo con sus pesados y terribles hábitos de estameña, siempre sonrientes, en esos conventos andaluces llenos de flores, de suelos inmaculados y celosías entre paredes blancas.

Una hermana de mi padre entró en la orden con veinte años y murió feliz con noventa, de portera de la casa madre -que fue un regalo de Fernando Villalón- después de treinta años en Santiago del Estero, la zona más pobre y árida de Argentina, donde ahora también pasa la vida mi prima Maria Fernanda.

Y piensen en las Hermanas de los Pobres, que pasan momentos gravísimos actualmente, literalmente sin comida para los ancianos y sin dinero para pagar a los cuidadores. A ellas no les avergüenza utilizar ese término tan denostado, laica y modernamente vergonzante de «caridad», que como dice el cardenal Sarah, ese cura guineano que probó en sus carnes la tiranía comunista de Seku Turé y que hoy es calificado con los mismos términos insultantes con que antes lo fue Ratzinger, al que iguala en capacidad intelectual -atrévanse a leerlo antes de descalificarme- la caridad, repito, es «la palanca que puede mover el mundo». Ya que actualmente no se puede ir a Unicaja donde tienen su cuenta corriente, envíenles algo de dinero por transferencia. Es un caso de absoluta necesidad, de hambre junto al deslumbrante Ave. Y no estén muy seguros de que con ello no estén empezando a preparar su propio futuro, porque veremos a ver dónde terminamos nuestros días cuando el huracán económico termine de arrasar lo que quede después de la peste.

Ayudar a los adolescentes

¿Han oído hablar de Nena Paine? A la que un día se le ocurrió que había que ayudar a los adolescentes de los lugares más humildes, más pobres, más martilleados y machacados por las drogas y la delincuencia, los chicos de Mangas Verdes, tirados por la vida, incapaces de tener esperanza, carentes de autoestima, porque decidió que «había que dejar de quejarse» y utilizar la educación como herramienta de cambio. La educación, oigan, no las manifestaciones, ni los gritos, ni las pintadas estúpidas. La educación como herramienta de cambio. Nena es un ejemplo de verdadera solidaridad y de activismo social, que atiende vitalmente a mil ochocientas personas y tiene a doscientos cuarenta chicos consiguiendo que terminen sus estudios para los que se consideraban incapacitados, insuflándoles alegría de vivir, coraje y confianza en sí mismos. Quitándoles el miedo al fracaso. Superando el miedo. Esto no es una idiotez monjil, ni una ñoñez. De ninguna manera, yo lo he visto y he hablado con los chicos y he oído contarme como cambió su vida cuando empezaron a creer en sí mismos. Tíos como castillos a los que hacía saltar las lágrimas el confesar que no sabían leer y que se sentían incapaces de aprender.

Y Nena cambió sus vidas, basándose en su propia experiencia personal, una vida llena de operaciones, problemas y dolor. Si otros pueden, yo puedo. Y por supuesto que se puede cambiar el mundo.

Más ejemplos de cómo hacer las cosas y cómo no hay que hacerlas. En España, la nota de corte más alta en el bachillerato para una carrera es Medicina. La mayoría son chicas. La incorporación de la mujer a la medicina en nuestro país es el caso más impresionante de éxito del feminismo de verdad. El feminismo de pancarta nunca lo ha celebrado, ni reconocido, porque ellas están en el victimismo perpetuo. Y lo más sangrante es que las circunstancias han hecho que sean mujeres muchos de los médicos, diría que mayoría, que atienden ahora a las verdaderas víctimas de la inconsciencia de un gobierno que el ocho de marzo alentó las movilizaciones, para cinco días después decretar el estado de alarma, que por cierto es algo más que eso, porque se han coartado derechos individuales, como en un estado de sitio. Si es necesario para salir de este pozo sin fondo, lo cumpliremos como hasta ahora. Pero no nos mientan más. Y no nos utilicen.

Cuando todas las tardes a las ocho aplaudimos a los médicos que, junto a enfermeras, auxiliares y todo el personal sanitario, intentan salvar de la muerte a los enfermos, jugándose sus vidas y las de los suyos por el posible contagio y haciendo horas y horas de trabajo heroico, debemos saber que aplaudimos a los estudiantes más brillantes del bachillerato, que frente al dinero, optaron por la vocación de servicio, nunca valorada por unos políticos que los han mal pagado, obligándoles a encadenar contratos basura.

Muchos de ustedes conocen a mi amigo Andrés Olivares. Un hombre bueno, inteligente, soñador, generoso, al que un cáncer arrebató la vida de su hijo, un niño maravilloso, alegre, inteligente, guapo, simpático, un ángel. Aquello dejó profundas secuelas, heridas profundas. Decidió dedicar el resto de su vida a ayudar, cuidar, alegrar, acompañar y vivir por y para sus «peloncitos».Vayan algún día con él al Oncológico Infantil y ayúdenle. Pero antes, tómense un antidepresivo. Ver reír a un niño de cinco años con una pierna cortada es terrorífico, inimaginable. Y tienes que sonreírle y hacer como que no pasa nada, mientras la cabeza te da vueltas y sientes que el estómago se te encoge y un escalofrío te corre por la espalda.

Instantáneas de Mozambique

Y mi querida Rocío Moya, a la que conozco desde pequeña, con su rubia sonrisa eterna, que deja su moto, coge su cámara de fotos y se va a Mozambique cada año a las misiones, con sus amigas las monjas misioneras, a hacer bellísimas fotos a niñas de inmensos ojos limpios, que están allí acogidas, para presentarlas en exposiciones a la vuelta a España y hacer calendarios y venderlos y entregar todo lo recaudado a la misión.

Y no puedo olvidar a mi amigo Carlos Vara, con el que tantas buenas cenas hemos hecho Javier Ramírez y yo, que todos los años en verano organiza una expedición de médicos, llevando todo tipo de material quirúrgico, para ir a operar gratis a la población pobre de sitios insólitos, desde Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, de donde por vez primera me trajo noticias de la música chiquitana, el bellísimo barroco indígena, hasta la mísera Guinea, sobre un lago de petróleo en el que rige el presidente de la República Teodoro Obiang y donde no hay más hospitales que los que hizo la calumniada y odiada España. No por los guineanos, sino por muchos españoles, que arrastran una vida esquizofrénica, producto de sus mentes enfermas.

Y mí querido Norberto Gonzalez de Vega, una de las personas más inteligentes que he conocido, que me dio un consejo en un mal momento personal, que nunca le agradeceré los suficiente. Días antes de que el «resfriado» se convirtiera en pandemia, Norberto publicó una nota en las redes en la que después de hacer un pequeño balance de su vida, hablando de su mujer, sus hijos, sus nietos, su deporte, su deseo de seguir estudiando, sus amigos y su perro, decía: «Pero si en algún momento durante esta epidemia enfermo y los recursos hospitalarios intensivos son escasos, no quiero que se empleen conmigo». Repito, días antes de que se reconociera públicamente que estábamos delante de algo terrible, los médicos ya sabían lo que iba a pasar y algunos hombres buenos renunciaron a la ayuda en favor de los más jóvenes.

Los ángeles existen

Y aún falta por llegar abril que, según Elliot, es el mes más cruel. «April is the cruellest month». Pero ahora sabéis que los ángeles existen. Solo hay que dar con ellos. En estos días en que suceden hechos terribles, es cuando verdaderamente se ve la calidad humana. Hay ángeles que pasan por nuestro lado, invisibles, con su ropa de diario, pero debajo llevan sus alas doradas aunque ellos mismos ni lo saben. Si no tenemos los ojos y el corazón abiertos no nos daremos cuenta nunca porque son personas anónimas que solo están «haciendo su trabajo».

Así que podemos decir con Rimbaud que «al amanecer armados de una ardiente esperanza, entraremos en las espléndidas ciudades».