Al final, va a ser verdad aquello de que no hay nada que sea exactamente igual a lo que aparenta. Todo tiene su reverso, pese lo que pese el anverso. La cara A de la cinta apresurada de nuestros días solo llega a comprenderse, y a valorarse en su precisa plenitud, el día que descubres esa cara B menos acelerada, prácticamente lastrada por el botón del Stop, que le da sentido a su otro yo por mucho que aparente ser postiza.

Vuelve la mañana

De repente, en la ventana que da a la carretera hoy tampoco tintinea el rugido múltiple de los motores. Tras los cristales, ni un solo padre lleva en volandas a su hijo, mientras escruta de reojo las manecillas del reloj. Hoy tampoco hemos escuchado el berrido de la sirena del colegio público. Vuelve la mañana, abrigada por el silencio, como si alguien lanzara un bumerán extremadamente puntual. Casi nadie percibe que las hojas del almanaque estén corriendo, como de costumbre, y ahora cabalguen hacia el cambio de turno que decretan los bedeles floridos de la primavera. En la rutina real que surge en el horizonte, no se mueve casi nada. Y los recuerdos que vomita el Facebook parecen los trofeos de otra vida.

Bajas a la calle confuso. Puede que sea martes. O miércoles. Qué más da. La vez anterior, aquella en la que pisaste el asfalto último que precedió a la alerta, era viernes. Eso nadie lo discute. Es martes o miércoles. Día arriba, día abajo. Los coches también han desertado de la doble fila que invade la acera por la que se termina de llegar a la escuela. El viento sopla en contra, como si se empeñara en cumplir los dictados de un estricto guión. El viento araña. El silencio sepulcral habla. Y los pájaros le cantan sin mascarillas a la libertad.

El viento te empuja a una senda que solo conduce a una especie de túnel que desemboca ante un supermercado. Y allí, todo es aún más raro. Los guantes usados que revolotean por el suelo, junto a un par de estoicos pedigüeños, anuncian que dentro se impone un estado desangelado en el que reinan las miradas esquivas y la distancia de seguridad.

En el camino de vuelta a casa, el viento también sopla en contra. Si fuese a llegar el fin del mundo, como susurra el inhóspito y apocalíptico ambiente, te pillaría comprando. La urbanización ha multiplicado su tranquilidad habitual hasta niveles que le conceden la categoría de 'no lugar'. O hechuras que recuerdan a las áridas inmediaciones de la cementera de La Araña que 'Jose' Garriga Vela describe en alguna de sus novelas. Luego, en cuanto las pobladas bolsas llegan a su destino, la bajona rima con Mercadona. Y solo las 'cien mentiras' de Don Joaquín Sabina merecen la pena.

«Tenemos memoria, tenemos amigos, tenemos los trenes, la risa, los bares, tenemos la duda y la fe, sumo y sigo, tenemos moteles, garitos, altares...». Empieza la canción. Al flaco de Úbeda no le falta razón. Tenemos todo eso, y más, pero no podemos salir a buscarlo.

Cae la tarde

El teletrabajo quizás solo sea un estado de ánimo. Un tupido velo que se desploma a las ocho de la tarde. Entonces, con las miradas que saltan de un balcón a otro, caes en la cuenta de que no habías derrochado tanta complicidad con tu vecina desde que la felicitaste de madrugada en el animado rellano de la Nochevieja. La tarde cae y se aferra al estruendo esperanzador de los aplausos.

Tras la ventana encendida del undécimo piso del edificio de la esquina, solo se ven las dos manos del inquilino buscándose una a la otra. En la carretera se cuentan un par de coches que hacen sonar sus cláxones. Los conductores pitan con entusiasmo. Como en aquel ascenso del Málaga trabajado por el honesto Joaquín Peiró, a quien acaba de abrirle sus puertas la primera división del cielo.

Los cláxones se marchan por dónde vinieron y le devuelven la sintonía estelar al concierto de palmas. Un par de personas que pasean al perro ni se inmutan. Es lo más correcto. Actúan como si el aplauso no fuese para ellos.

El vecindario tampoco rectifica los movimientos de sus manos. Se alarga la ovación hasta que decae bajo la sombra que trae la noche.

Si Ángel Idígoras viviera en los bloques verdes de El Cónsul, todavía estaríamos jugando al 'veo veo'.

Agoniza la noche

Ya no hay vuelta atrás. Por momentos, da la sensación que la noche se eterniza. Que, ahora, los días acaban cuando se termina el aplauso. Parece que va a caer el telón hasta que entran en escena los pequeños detalles. Hasta que tu cuñada, que es enfermera, envía un vídeo que te hace un nudo en la garganta ante el homenaje que improvisan el personal sanitario del Hospital Costa del Sol y un grupo de policías nacionales. O, a lo mejor, a la hora de la cena aparece tu hija con un folio que colorea corazones porque es el Día del Padre...

Se añora el Festival de Cine. Pasan los días y hasta lo bello es extraño. Y viceversa. Tanto que te percatas de que esto no es ciencia ficción cuando el poeta José Luis González Vera conjuga en condicional o en futuro incierto, y en el sentido más beodo de la expresión, un «machote, cuando todo esto acabe vamos a quemar la ciudad». Se lo agradeces y te quedas pensando en que cada amigo con el que te citas te habla de tomarnos juntos unas cervezas. O un barril. Y sobre la barra de un bar, que es una de las cosas que más nos gusta. Los bares del centro. Y el de la esquina.

O, por la misma regla de tres, piensas que aquellos que sean aficionados al senderismo serán capaces, en cuanto sea posible, de grabar con sus pasos seis programas de Labordeta. Y que las parejas se besarán como si no hubiese un mañana cuando vuelvan a encontrar un refugio junto a las columnas de los Baños del Carmen.

Todo es raro. Tanto como la extraña sensación de escuchar en un audio -a la misma ahora en la que debería andar preparando el marisco- a la emperatriz de la cocina del Pimpi Florida, Rosa López Santos, pidiéndote que le prometas que irás a verla con tu mujer y tu niña en cuanto abra otra vez este templo de la copla.

Tanto como la extraña sensación de ver un vídeo de tu amigo Andrades tocando con la flauta el 'Resistiré' del Dúo Dinámico un viernes por la noche, a la misma hora en la que debería andar tapeando por los bares de Cuevas del Becerro, nuestro pueblo.

Todo es raro. Tan extraño como el impulso que saca los dos pies de la cama para darle los buenos días al confinamiento.