Después de varios días en casa, sintiendo y padeciendo los síntomas propios del coronavirus, el jueves 2 de abril, decido, ¡bendita decisión!, ir al hospital. Por desgracia, todas las pruebas confirman que soy positivo en Covid-19. Me suben a la primera planta, habitación número 115. La típica fría habitación de hospital, con una camita en el centro y su cabecera pertrechada de unos aparatos y tubos colgantes, para oxígeno y demás instrumental apropiado para poder usar, llegado el caso. Esto, por un lado, me daba seguridad, pero por otro me daba yuyu, sólo con saber que en cualquier momento se me podría aplicar.

De inmediato, esa misma noche, comienzan a administrarme los medicamentos ya testados internacionalmente, para combatir la enfermedad: un combinado de Dolquine, específico para la malaria y Azitromicina, un antibiótico muy potente. En ese instante, recuerdo las palabras de mi sobrina médico, que me había referido que ese medicamento es el que se estaba aplicando, pero que no todos los pacientes reaccionaban convenientemente al mismo.

Eran las 11 de la noche y me enfrentaba en solitario a mi primera noche de hospital,y sospechaba que se me iba a hacer muy larga. Permanecí sentado en una silla durante un par de horas, hasta que agotado decidí recostarme en la cama. No encontraba la postura adecuada, pues en todas me daba la sensación de que me iba a faltar el aire para respirar. En mi pecho presentía ya que se estaba librando la gran batalla entre el dichoso virus y los medicamentos que ya había ingerido. Entonces me asaltó la gran duda: ¿ganaré esta batalla o me vencerá el bichito? Recordaba que ese día en España se había alcanzado el número más alto de fallecidos, cerca del millar.

Un sudor frío recorre todo mi cuerpo y la fiebre no cesa. Desde ese instante lo único que recuerdo, en un estado de consciencia o tal vez de inconsciencia, en que empiezo a visionar los principales pasajes o fotogramas, como si se tratara de una película, en este caso de la película de mi vida, desde mi más tierna infancia hasta la actualidad.

Presiento que me estoy agobiando y dejándome llevar por un pesimismo irracional, por ello intento sobreponerme y tranquilizarme, acudiendo a mi propia personalidad y carácter, que he ido moldeando a través de esa mi historia: como exseminarista, echando mano de mi formación y vivencias espirituales y religiosas; como militar, buscando la fortaleza y disciplina propias de la institución castrense; y, como juez, esperando una sentencia absolutoria, con fundamento en los hechos y acciones que engalanan mi trayectoria vital. El pensar que ahí fuera me necesitaban y me estaban esperando tantas personas queridas: mi esposa, mis hijos, mi familia, mis amigos, compañeros... será mi fuerza motriz y mi gran obsesión para lograr mi propósito de victoria. Propósito en el que me iba mi propia vida; si no lo conseguía, pasaría a engrosar la fría estadística de fallecidos por coronavirus; así de lacónico, pero así de real.

El sexto día, la doctora Victoria, bella por dentro y por fuera, me trae el último parte de guerra que confirma mi alta hospitalaria, mi carta de libertad, mi pasaporte de nuevo a la vida. Me iba a volver loco de alegría por haber conseguido mi propósito, por la esperanza de seguir viviendo;y, también por qué no, por la rabia contenida por los sufrimientos y dramas de otros;por denunciar y exigir responsabilidades; loco por tanto...

Ya en casa, a pesar de permanecer confinado por prescripción médica durante dos semanas para preservar la salud de mi familia, me considero la persona más libre y feliz del mundo. Paso los días entre mi música y mis lecturas favoritas. Vibra mi piel y se eleva mi espíritu cuando oigo los acordes de la canción de Antonio Orozco 'Mi héroe'; y recito los versos de un bello poema de Mario Benedetti:

Cuando la tormenta pase

y se amansen los caminos

y seamos sobrevivientes

de un naufragio colectivo

Escribo estas líneas para expresar mi inmensa gratitud hacia tantos héroes anónimos que se juegan su vida para salvar la de los demás, en esta guerra, sin cuartel, sin apoyo logístico y escasa intendencia. Como en la derrota de la Armada Invencible: «Estamos mandando a nuestros barcos y marinos a luchar contra los elementos».

Por último, sea este mi homenaje a tantos miles de españoles que cada día incrementan la estadística de fallecidos; a aquellos que en el momento de su muerte no han hallado el consuelo, la mirada y la mano de sus seres queridos; a aquellos que se han ido sin hacer ruido y sin poder despedirlos dignamente.

¡Que nunca olvidemos estos amargos momentos y que la muerte y sufrimiento de tantos no hayan sido en balde! ¡Otra forma de gestionar esta crisis habría sido posible!