Una de las primeras crónicas de estos días en 'cautividad' hablaba del placer de poder escuchar, en todo su esplendor, los pájaros de calle Alcazabilla, los que por las tardes ensordecen este espacio monumental desde los árboles del cerro de la Alcazaba y los jardines de Manuel Atencia o de Ben Gabirol.

El problema era que, incluso en esta vía peatonal, antes del confinamiento era complicado escuchar el barullo pajariego por las animadas charlas de los bares y sobre todo, por el fragor del tráfico que entraba y salía del vecino túnel de La Alcazaba.

Los días han ido pasando y como comenta Miguel, un abogado malagueño que vive en la zona de Parque Clavero, el consuelo de estas jornadas de 'clausura' es el placer de poder escuchar, con todo detalle, el piar de los pájaros.

Como saben, un compositor francés del siglo pasado, Olivier Messiaen, estuvo subyugado por ellos y buena parte de su obra está inspirada en el canto de las aves. Ahora, muchos malagueños comprendemos mejor esta pasión, que no es sino la llamada diaria de la Naturaleza que antes no escuchábamos.

Sin necesidad de vivir junto al Monte Gibralfaro, el Parque Huelin, el Parque del Morlaco o cerca de la Laguna de la Barrera, en cualquier rincón de Málaga, gracias al tráfico pausado de estos días podemos tener el lujo de escuchar a los gorriones, jilgueros, petirrojos o el piar discreto de los vencejos, auténticos ases del aire.

Estos días, sobre el tubo extractor del bloque del firmante, una cría de gorrión infla sus pulmoncitos y durante toda la mañana pía a la espera de que la madre le alimente. En otras circunstancias, este precioso detalle habría pasado desapercibido por el runrún del tráfico, incluidos camiones de gran tonelaje que, en principio, deberían ir por la autovía.

Escuchar al gorrioncito en una ciudad en la que, en días normales, sólo se podían detectar las agudas estridencias de las gaviotas y las cotorras argentinas es un regalo para los oídos, aunque detrás haya una pandemia de trágicas consecuencias.

Casi sin darnos cuenta, estamos viviendo los tiempos de nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos, los de esa Málaga de comienzos del siglo XX en la que los automóviles seguían siendo una excentricidad.

Otro regalo de estos días, para quienes vivan cerca del mar es poder escuchar el vaivén de las olas, que antes sólo hacía su aparición, de forma esporádica, con la llegada del providencial semáforo en rojo, siempre que los conductores allí parados no fueran oyentes de reguetón en la modalidad 'ventanilla bajada y a toda leche', una práctica que quizás les depare problemas de audición en la vejez.

Olas y pájaros, la sinfonía de esta Málaga en cuarentena que habría encandilado a Messiaen, con permiso del 'Resistiré' y los aplausos de las ocho.