Con la carencia de mascarillas que hemos sufrido en los últimos tiempos, algo que ha puesto a muchos malagueños generosos a fabricarlas, y resulta que uno o varios bromistas se han dedicado a ponérselas a las principales estatuas de Málaga.

Lo vimos hace unos días con el Cenachero y en la misma situación 'precavida' se encontraba, también hace unos días, la de Pablo Ruiz Picasso, en la plaza de la Merced.

No se ha escapado tampoco la de Hans Christian Andersen. Cuando se inauguró en 2005 fue la primera estatua sedente de nuestra ciudad que dejó un huequecito para que el turista se sentara con el homenajeado y posara con él como si lo conociera de toda la vida para la fugaz eternidad de las redes sociales.

Con Andersen se interrumpió la moda de colocar a los inmortalizados en bronce en un pedestal que no se lo saltaba un galgo. El autor de 'El patito feo' y 'La sirenita' debía parecer cercano y sólo lo separaba del mundanal suelo un escaloncito.

El autor de la magnífica obra, el cordobés afincado en Fuengirola José María Córdoba, retrató al danés con gran realismo, sentado en la Acera de la Marina, mientras hacía un receso camino de la Alameda donde le esperaba la fonda en la que se alojaba. Tan real lo retrató que no le quitó su legendaria fealdad, porque nadie es perfecto y porque don Hans Christian estaba muy lejos de la belleza ideal griega.

Como explicó hace unos años el artista cordobés al firmante, la casa museo de Andersen en Odense, su ciudad natal, le envío bastantes fotos para que lo pudiera retratar con veracidad.

Los famosos, ya se sabe, a veces tienen un rostro para la eternidad y otro para la vida privada. Ahí tienen a Spencer Tracy, ideal abuelo y padre de familia, cuando en la vida real era un infiel compulsivo, además de un pejiguera.

El problema de Andersen estribaba en que era más agarrado que el pasamanos de una escalera hasta el punto de ejercer de 'okupa' en casas de amistades para así ahorrarse unos cuartos. Alguna vez hemos contado que pasó una larguísima temporada en casa de Charles Dickens, y que el escritor británico y sobre todo su mujer y sus hijos terminaron hasta el moño del invitado, que no se iba ni con agua caliente.

Ocurrió en 1857, cinco años antes de su visita a Málaga. Está claro que una cosa es la persona y otra el personaje. En todo caso, no hay que ser injustos con este escritor aunque quizás fuera de la hermandad del puño porque es uno de los grandes maestros del cuento infantil.

Además, supo ver nuestra ciudad con unos ojos generosos y soñadores, hasta casi convertirla, en sus recuerdos del viaje, en una Málaga de cuento de hadas.

Aunque una mascarilla haya borrado estos días su sonrisa, en los ojos de bronce se ve la fascinación por uno de los rincones del globo que más le marcaron.