El día que el enviado especial de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para el Covid-19, David Nabarro, anunció que llevar mascarilla en público será la nueva normalidad, la visión de la humanidad como una masa enmascarada más propia de un futuro distópico empezó a ser una realidad inquietante. Sin embargo, la sociedad ya se había adelantado a los expertos, convirtiendo esta engorrosa obligación en una forma de expresión creativa de la identidad y del momento histórico.

Las redes sociales van llenas de imágenes de máscaras con reivindicaciones de todo tipo, frases motivadoras y tejidos estampados. Ingenieros y diseñadores trabajan en prototipos que incorporan auriculares o sensores de contaminación del aire y también en modelos inclusivos que permiten leer los labios a las personas sordas. Como declaró el artista Jaume Plensa: «La cualidad del ser humano es la capacidad de transformar lo inesperado».

¿Estamos ante una nueva moda? «Los seres humanos somos ingeniosos por naturaleza y eso nos distingue de los animales -afirma Núria Mora, presidenta de Moda-Fad-. Si esta situación se prolonga mucho más, la máscara terminará en un accesorio que configurará tribus que las customizarán. Si en verano podemos ir a la playa será manteniendo la distancia social y seguramente llevando mascarilla, que podrá ir a juego con el bikini y la toalla».

Ya hace años que en China, Hong Kong, Japón o Corea del Sur es habitual ver caras cubiertas por la calle, por la contaminación pero también como símbolo de solidaridad desde la epidemia del SARS de 2003. En cambio, en Europa esta prenda se asociaba siempre a la enfermedad y la imagen de un turista asiático paseando enmascarado por Barcelona resultaba desconcertante.

Las estrellas del K-Pop surcoreano, como los BTS, las usan para protegerse del aire sucio, para evitar contagiar a otras personas y también para pasar desapercibidos. También el rapero Bad Bunny se apuntó hace meses a esta tendencia que, dice, le protege tanto de los gérmenes como de los haters. Desde la pandemia, esta pequeña prenda también se está convirtiendo en un símbolo de compromiso con el medioambiente.

«Es una revolución, como cuando en 1850 se descubrió que el agua contaminada contagiaba el cólera o cuando hace 25 años supimos que el virus del VIH que causa el sida estaba relacionado con las prácticas sexuales -declaraba David Nabarro a la BBC-. Entonces cambiamos y nos adaptamos, aprendimos a vivir estas nuevas realidades».

Siguiendo con el paralelismo del VIH, la mascarilla vendría a ser un preservativo facial y su uso estaría restringido a las prácticas de riesgo, sobre todo en aglomeraciones, espacios cerrados y contacto con grupos vulnerables. Sin embargo, la cacofonía de voces científicas a quienes la astuta naturaleza del Covid-19 ha cogido por sorpresa convierte cualquier vaticinio sobre el futuro en un ejercicio especulativo.

Los expertos no acaban de ponerse de acuerdo sobre si el uso universal de la mascarilla en el espacio público tiene más ventajas o inconvenientes. «La posibilidad de contagiarse a través de una interacción pasajera en el espacio público es mínima -publicaba el prestigioso New Englad Journal of Medicine-. En muchos casos, el deseo de llevar máscara es una reacción automática a la ansiedad que provoca la pandemia».

El hábito de taparse la cara también genera problemas como la sensación de calor y asfixia. «Usarla mal puede ser peor que no llevarla», advierte Robert Thompson, director científico del centro de materiales de Barcelona MaterFad. De cara al verano, ofrece tres soluciones para controlar la temperatura: fabricarlas con materiales que absorben el exceso calor, cubrirlas con un tejido fino para que el sol no las caliente o hacerlas más grandes. También hay un tipo de inteligencia química que podría ser interesante para más seguridad: «El virus aguanta hasta nueve días en la mascarilla, pero se podrían generar tejidos impregnados con metales óxidos, que matan al virus».