Recordaba ayer el maestro Rafael de la Fuente en su precioso artículo sobre el hotel Alfonso XIII, que Evelyn Waugh escribió que Sevilla era posiblemente una de las más hermosas ciudades del mundo. Yo he sacado el título de estas líneas de la definición que de esa capital hizo el gran Manuel Chaves Nogales, cuya hermosa obra ha estado tantos años olvidada, por ese baldón tan español de no ser ni de los unos, ni de los otros, con lo cual es bastante probable que te consideren inexistente. Definir a una ciudad como «la cumbre de sí misma» me parece de una inteligencia deslumbrante, que retrata literalmente la ciudad soñada. Si ella es la cumbre de sí misma, no hay posibilidad alguna de que exista algún lugar superior.

En estos días, semanas y meses en que el planeta se ve azotado por esta pandemia atroz, intento utilizar el arte como herramienta de trabajo para relacionar nuestra triste vida actual con la Sevilla del XVII. El arte puede servir para hablar de política, de sociología, de cultura, de salud, de economía y hasta de arte. Y si hay un pintor que defina a Sevilla y mejor la refleje en su obra, sin tener que pintarla, ese es Murillo. El inmenso Velázquez, también sevillano de nacimiento, es un pintor que empieza siendo madrileño en la corte de Felipe IV y acaba siendo un pintor universal, en el sentido de abarcar la totalidad de la existencia del ser humano, es el pintor que llega a recoger el aire y en cuyas obras se puede casi entrar, tal es la profundidad de su mirada afilada y profunda.

En la primavera de 1649, una terrible epidemia de peste entra en España por el Mediterráneo y se instala sobre Sevilla, que tiene un clima insalubre por la humedad del Guadalquivir, puerto de las Españas, receptora de miles de comerciantes del norte europeo y de otros tantos que quieren pasar a América. La ciudad más grande de la Europa de su tiempo. En el transcurso de un año, Sevilla pasa de ciento veinte mil habitantes a sesenta mil, es decir, pierde el cincuenta por ciento de su población. Hay familias enteras que desaparecen en su totalidad y -como hoy y mañana puede que nos ocurra- la ruina se apodera de la ciudad que es el pulmón del Imperio, ya un tanto quebrantada por el paulatino descenso de su actividad comercial, que empieza a ser ocupada por Cádiz. Entre las víctimas de la peste se encuentra el gran Martínez Montañés, el Miguel Ángel español.

Murillo es un hombre afable, humilde, sencillo, muy religioso, con una extraordinaria facilidad de pincel y una aguda inteligencia, que descubre muy pronto que su obra debe intentar dulcificar el ambiente, hacer la vida más agradable, más compasiva, más comprensiva, más trascendente. Su antecesor Zurbarán pinta el cielo y la tierra separados, diferenciados, con el rigor y la profundidad de la Contrarreforma. Murillo no solo pinta de dentro hacia fuera y acerca el cielo a la tierra, sino que llena sus cuadros de azules y oros, los dos colores que reflejan las obsesiones espirituales de la Sevilla de entonces: la Inmaculada Concepción y la Eucaristía.

Los rostros de las vírgenes de Murillo son los más bellos de muchos siglos de pintura, pero a la vez expresan la dulzura de una mujer joven con la majestad de los cielos envolventes que parecen elevarla entre un torbellino de ángeles. Y en sus ratos libres, recorre las calles de la ciudad, observando, recogiendo escenas populares de la vida diaria, que inmediatamente son compradas por los comerciantes alemanes, flamencos, franceses o ingleses para enviarlas a sus países. Con ello abonarán el campo para la esquilma que llevarán a cabo los ejércitos franceses, puesto que Murillo se convierte en el pintor español más conocido y deseado en Europa. La indignación que sentí al contemplar por vez primera La Venus del espejo velazqueña en la sala española de la National Gallery en Londres, robada del palacio de Godoy por las tropas inglesas durante la Guerra de la Independencia, solo es comparable a la que sentí en Múnich viendo a los niños sevillanos despiojándose en el Arenal en escenas llenas de vida y de risas, con los pies sucios descalzos como los de El Buen Pastor del Prado: pies similares de niños inocentes, ya sean pordioseros o el hijo de Dios. Ésa es parte de la grandeza de Murillo, tan injustamente olvidado y despreciado como cursi por tantos ignorantes, por causa de tanto reproducirlo en espantosas estampas, desde mediados del XIX hasta la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando Diego Angulo dice «hasta aquí hemos llegado» y estudia, selecciona, analiza, explica y cataloga la totalidad de la obra murillesca.

Hay dos hombres influyentes en la vida personal y artística de Murillo. Uno es Justino de Neve, canónigo de la Catedral Hispalense, hombre culto, generoso, de grandes rentas, hijo y nieto de comerciantes flamencos afincados en Sevilla y él mismo sevillano de madre malagueña, cuyo soberbio retrato también se expone en la National Gallery. En la calle de su nombre en el barrio de Santa Cruz, levanta a sus expensas el hermoso Hospital de los Venerables, para el que Murillo pinta la prodigiosa Inmaculada, llamada de Soult, por las razones a las que después me referiré. Y pinta los cuatro semicírculos de Santa Maria la Blanca, que antes fue sinagoga y después iglesia cristiana gracias a este cultísimo mecenas, y que recogen El sueño del patricio Juan, quizás de las obras menos conocidas pero más perfectas del artista, línea que une a Sevilla con Roma a través de la fundación de Santa Maria la Mayor romana. Con razón escribió Gerald Brenan que España era la más romana de todas las provincias del imperio entonces y después. Y Sevilla es Híspalis y la Itálica madre de grandes emperadores como Trajano y Adriano.

El otro es Miguel de Mañara, caballero descendiente de comerciantes corsos también allí afincados, pretendido antecedente del Don Juan de Tirso y de Zorrilla y de Mozart, que al enviudar funda la Orden y el Hospital de la Santa Caridad, una orden de hombres que entran en religión para recoger por las calles a los más pobres entre los pobres, ayudarles a morir y darles sepultura y compañía. ¿Les suena esto cercano o relacionado con lo que ocurre estos días en la España actual? Seguro que sí. Pero con una diferencia terrible: los de hoy mueren solos. Y los que tienen la fortuna de no morir solos es porque algún médico, o sanitario, émulos del señor de Mañara y sus caballeros, les cogen las manos hasta el último suspiro.

Muchas UCI de España llevan dos meses convertidas en sucursales hermanas de la Santa Caridad sin saberlo. Llevo tiempo preguntándome que razón léxica, semántica, o simplemente incomprensible para mis pocas luces han llevado a sustituir el hermoso término de caridad por el difícilmente pronunciable de solidaridad, aun aceptando la buena intención de no menospreciar al prójimo. En la Santa Caridad, además de los dos cuadros de Jeroglíficos de las Postrimerias de Valdés Leal, deberíamos encontrar las obras de caridad que pintara Murillo, pero no están allí, sino desperdigadas por el mundo, desde Ottawa a San Petersburgo, aunque sí ha vuelto la Santa Isabel de Hungría. Allí nace la devoción al Cristo de la Buena Muerte y la tradición española del «bien morir», hoy menospreciada, olvidada, o desconocida por esta hornada de zafios y deshumanizados políticos, aunque los ancianos españoles sigan practicando de forma incansable la costumbre de pagar mensualmente el recibo de su entierro.

Cuando se produce la invasión napoleónica, el mariscal Soult, gloria excelsa de Francia comprensiblemente, llega a Sevilla con varios objetivos, uno de los cuales es llevarse a Francia toda la obra de Murillo. La ciudad no se resiste y firma unas capitulaciones, que por supuesto el ejército francés no va a cumplir y llegan al extremo de ir por iglesias, conventos y palacios con una lista de obras, cortando directamente los lienzos con una navaja y abandonando los marcos. Si esto lo hubiera hecho alguna vez España en algún lugar de la Europa imperial, no llego a imaginar lo que hubieran podido escribir muchos de los llamados hispanistas, que tantas veces utilizan el término para seguir denigrando nuestra historia.

La tradición franco-británica del robo de arte es intensa, extensa, extendida y profunda, y acreditada como difícilmente igualable, si no es por los nazis, pero intento referirme solamente a seres humanos. Toda la obra de Murillo, considerado en aquel tiempo por Palomino como el nuevo Apeles, el pintor griego de los dioses, va a Francia y a la muerte de Soult, sus hijos subastan la Inmaculada de los Venerables -hoy en el Prado-alcanzando la cifra más alta jamás pagada hasta entonces por un cuadro: quinientos ochenta y seis mil francos de oro. Estamos hablando de la década de los cincuenta del diecinueve. Esta Inmaculada, junto con los dos cuadros del Sueño del patricio y La Dama de Elche, volverá a España a cambio de un retrato, posiblemente una copia, de Mariana de Austria de Velázquez, en un intercambio entre pillos Pétain-Franco.

Pero como antes decía, a base de reproducir cuadros de Murillo en cajas de bombones, carne de membrillo, estampitas y demás quincalla beata, se le vulgarizó hasta tal extremo que los cielos celestes y rosa, los mantos azules, las caras angelicales, los retratos de la familia de Nazaret y hasta la luna devinieron en el prototipo de la cursilería. Ojalá me equivoque, pero me da la impresión que Renoir y Van Gogh llevan el mismo camino, aunque en plan laico.

Sevilla es la ciudad del ancho río, la puerta de América, cuna de grandes poetas y pintores, inspiración de músicos y de óperas, madre y maestra en tantas cosas, fiel seguidora estricta de la divina proporción y el canon áureo€ pero también es la ciudad de los bellísimos conventos y las innumerables iglesias, la del huerto claro donde madura el limonero, la de las tradiciones mantenidas, la de los silencios de la Maestranza, la de la escuela sevillana del toreo, que pronto desaparecerá, la del Silencio y el Gran Poder, la Macarena y la Esperanza de Triana, la de la cera virgen y el incienso de verdad, la de Santa Ángela de la Cruz y sus pobres prostitutas y yonkis en Torreblanca, la de Sor Cristina de Arteaga, la cultísima hija del duque del Infantado que fabricaba en el monasterio de Santa Paula una mermelada de naranja amarga a cuyo lado la de Harrods palidecía, la de la corte intrigante de los Montpensier en el San Telmo de la también intrigante corte de la Junta€ , y la del Pali . Sevilla tuvo hace años bailes y cafés cantantes. Y también otras cosas que no nombro.