Me crié en un hogar sin demasiadas normas. Sólo tenía prohibido ser un idiota. Ese era el peor de los pecados contra la humanidad. Un arma de destrucción masiva para mí y para cualquiera que tuviese cerca. Mi padre, José Luis Navas, fue maestro, periodista, filósofo, teólogo, politólogo, experto en arte y un sinfín de cosas más. El intelectual más precioso que he conocido. Uno de los más grandes que tuvo Málaga en la segunda mitad del siglo XX y un peculiar admirador de compañeros muy diferentes a él.

Abrumado por el nivel de las conversaciones que mantenía con mi madre-inseparable fuente de inspiración, consejera, contrapunto, y auténtica toma de tierra en múltiples aspectos de la vida- yo les escuchaba hablar de lo humano y lo divino. Y podían hablar en su lengua, en la mía, o como diría nuestra amiga Elena Palomo: "en lenguas". Así que sólo interrumpía sus ricos debates para preguntar por alguna palabra cuyo significado era demasiado avanzado para un chavea.

Hablaban del pulso de la ciudad. De las cosas que pasaron y de las que estaban pasando. Sonaban nombres que yo no conocía pero que iban quedando en mi memoria; Manuel Del Campo, Oreja (Antonio), Rafael (Pérez Estrada), Juan Ocaña, Tena (Carlos), Manolo (Alcántara), Paco Fadón, Pedro (Aparicio), don Carlos Linares, Mari Tere (la Campos), Manoloportales, Carlitos (Sanjuán), Eduardo (Sotillos), Carlos Canales o Guillermo (López-Vera). Personas de todo tipo y filiación. Y por motivos de cualquier índole. Algunos pasaban por casa de cuando en cuando. Otros eran personas más públicas. Cada uno de ellos llegó a mi vida en distinto momento y situación. Supongo que cuando correspondía.

A Guillermo le conocí una tarde de agosto. Mi primer recuerdo es verle aparecer por la redacción como una estrella de cine. Traje blanco hueso absolutamente impecable, tocado por un 'Panamá' ligeramente ceñido a un costado y bastón de noble madera recién estrenado (claro). Sonrisa grande, casi grosera y a la vez elegantísima. Andando ligero a tres piernas y deseando buenas tardes a todos con un estruendoso "¡Salud y República!". Ni Marcello Mastroianni en una joyita de Fellini, vamos.

Saludó en especial a no recuerdo quién y se vino hacia mí: "¿Tu eres el hijo de Navas, eh?.Jejeje. Mira que mono, jejejeje. Y siguió su camino, canturreando como él hacía, para colarse sin llamar en el despacho del director.

Un rato después apareció por detrás, me rozó suavemente el cuello y me dijo: "Que sepas que yo a tu padre lo quiero muchísimo... ¿Te das una pausa para echar una cerveza ahí en la esquina?". Yo andaba por la enésima absurda corrección de mi entrevista a Lagartija Nick, grupo de Granada que peleaba en aquel momento por conseguir un primer contrato discográfico lo menos abusivo posible. Así que lo di por finalizado y acepté la invitación.

A esa tarde se le adosó la luna. Una luna de verano que nos llevó en mi vespa tropical, desde los callejones de calle Camas hasta las arenas de El Palo, dejando por el rocoso Paseo Marítimo de entonces varias huellas de su bastón en el asfalto. Sobresaltos que no nos llevaron al suelo por la estrella que me protege. Y porque nos quedaba mucho por compartir.

Tardó Guillermo varias madrugadas -y algunos divertidos intentos- en darse cuenta de que yo andaba de heterosexual convencido por la vida. A partir de ahí nos hicimos amigos de juerga improvisada. Amigos de verdad. Familia. Por momentos íbamos donde yo proponía, pero la mayoría me dejaba arrastrar por sus caminos. Entraba en los garitos presentándome a voces como el mejor periodista de Málaga, o informando al personal que Pedro J. (Ramírez) les invitaba a un vino a costa de una exclusiva de Guillermo López-Vera: "Treinta mil pesetas le he sacao, rubio". Estas y otras felices propuestas conseguían que nunca cambiásemos de barra pagando todo lo que nos habíamos bebido. Y aun así, pocas veces le ví abandonar un bar sin haber invitado a alguien.

En ocasiones éramos tres, porque se nos juntaba Luiso Torres. Entre los dos me enseñaron todo lo que no sabía del periodismo. Cada uno a su manera me adoptó, los dos me apadrinaron y de los dos aprendí un oficio al que siempre he amado y repudiado tanto como merece. Pero Guillermo fue más importante. Quizás porque Luiso siempre arrastró deuda envenenada de su tío, Frank Rebajes.

Y hubo un tiempo, glorioso, en el que consiguieron que las altas esferas malagueñas se levantaran intranquilas día tras día. Hasta que revisaban las páginas que firmaban Luiso y Guillermo, no respiraban hondo. Y en ocasiones ni así, porque les tocaba pedir cita urgente con sus abogados mientras les regurgitaba el desayuno.

Mi padre me decía: "Te estás juntando con los más brillantes, con los mejores. Pero ándate con cuidado, que tú no sabes lo que es la calle". Y tenía razón. Luiso me enseñó el periodismo de redacción y las fuentes del blues, una pasión insólitamente compartida. Guillermo me enseñó el periodismo de calle. Y todos sus personajes. De los garitos más cutres a los más respetados de la calle del marqués de Larios.

Guillermo me mostró, desde los callejones donde se trapicheaba todo lo políticamente incorrecto -¿la parte chunga?-, hasta el despacho del gobernador civil. Guillermo fue capaz de embarcarme de tapaíllo para ayudarle a llevar asesoría en campaña electoral de partidos políticos con aspiraciones máximas. Nunca olvidaré la primera derrota de Aznar, que celebramos con dineros del pp, orgullosos de haberla cagado en ese mitin o aquella declaración.

Guillermo me informó sobre todos los ricos y poderosos de la ciudad. Y me contó sus vergüenzas. Guillermo me indicó quiénes tumoraban el ambiente y rara vez se equivocó. Guillermo me mostró, uno a uno, quiénes merecían la pena en el periodismo y quienes eran los falsos, las ratillas del cuarto poder. Los que se vendían al menor intento por cuatro perras y luego caminaban por los mismos pasillos que nosotros. Contando bobadas para intentar pasar desapercibidos. Porque las cosas del día que hoy se acaba, el luminoso amanecer de la bahía todo lo solapará. "Tragaderas tiene Málaga...", me decía.

Un día le puse una de mis canciones punkarras favoritas. La letra decía: "Gentes ignorantes que antes nos tenían miedo, cogen confianzas que nunca les dimos. Cobardes, que van de valientes, hablando de nosotros mal ante la gente. Creéis que todo tiene un límite, así estáis todos limitados. Cuidado, cuidado, os avisamos... somos los mismos que cuando empezamos". Le encantó la letra, aunque nunca conseguí que soportara la música.

Ahora, después de su despedida, algunos de esos cobardes se atreven a escribir sobre él. Se atribuyen el haber compartido con ellos. Como si hubiesen sido sus amigos, como si supieran lo que hay detrás del rigor periodístico, de la vida al límite, de la honestidad hecha bandera, del descaro por derecho. Haciendo públicos sus vicios y sus miserias personales con mal gusto y peor pluma. Con profunda ignorancia. Con el tufo rencoroso de los que se saben mediocres, y eso sí que no tiene arreglo. Como creyendo que importa. Seguro que se sigue mofando de ellos.

A Guillermo lo intentaron comprar con dinero y poder. Se confundieron. Guillermo invitaba a los que no tenían, Guillermo pedía a los que podían darle. Y le daban por sincera amistad, porque el arte y el talento no abundan, o porque la honestidad desarma. Guillermo les sacaba los cuartos a esos famélicos mentales que compartían una caña con él vete a saber porqué. Paseaban y pasean su estupidez por las ruinas de una Málaga que pudo ser y se quedó sin aire, ahogada por extraños defensores. Porque muchos codician el inmovilismo y disfrutan con la pérdida de una identidad que desaparece a cada rato...

Guillermo fue un hombre libre, brutal, caótico, dulce, contradictorio... Un poeta de las calles que sabía alternar como el aristócrata que no quiso ser. Un periodista sin pelos en la lengua, y con las únicas censuras que él se quiso poner. Guillermo era Málaga y Málaga no se enteró. O no tuvo ganas de enterarse. Demasiada pereza para tan gran seductor. Guillermo fue uno de mis maestros pero sobre todo fue un amigo. Con el que compartí todas las complicidades importantes que dos amigos del alma puedan compartir, vilezas y virtudes de la vida a pecho descubierto. Y por las vueltas del destino, hasta le plantamos -mi primo Manolo y yo- un bar en el centro. Cliente y compañero en mitad de su territorio de guerrilla.

Solo añoro no haber estado más tiempo a tu vera, mi amigo. Feliz viaje y felices crisis.