Azul intenso, profundo, denso y espeso como el manto de una Virgen del Renacimiento. Transparente y cristalino azul, las barcas parecen flotar sobre un lago de lapislázuli, mientras se hace difícil distinguir las voces de los ecos. Gritos de asombro, voces destempladas de los barqueros en el dialecto napolitano. Azul intenso abajo y humedad verdosa arriba entre las rocas que forman el techo de la Grotta Azurra. Oscuridad solamente rota por el azul marino, por el azul salino. Por fin el barquero impulsa la barca hacia la angosta salida, aferrándose a la cadena de hierro de la entrada a la gruta, mientras los turistas agachan la cabeza entre las piernas. Al salir se cierran los ojos instintivamente, herida la vista por la luz de un sol implacable, una luz celestial, una luz divina que ciega momentáneamente la visión. Como dicen que son las apariciones. Se oye el batir de las olas contra los farallones blanquecinos del acantilado, huele a salitre, el agua es transparente, la atmosfera es cristalina, irisada, límpida. Las barcas salen al mar abierto para regresar a Marina Piccola en Capri, que alza sus paredes verticales sobre el Tirreno, el mar de la civilización y la belleza. Arriba se divisan los restos de la Villa Jovis en la que hace dos mil años el emperador Tiberio aplacaba su lascivia desbordada jugando con sus «pececillos». Azul, amarillo limón, azul, vainilla, azul, morados y fucsias, azul, verdes intensos, azul, rojos y rosas, azul, blancos deslumbrantes, azul, sienas y ocres, azul€ esto es Capri, una de las más bellas esquinas azules de la Tierra, de una belleza irreal, mágica, inexplicable, una belleza natural de una elegancia que ningún ser humano puede crear, solo intentar imitar en vano. Como hacen en la terraza del hotel Quisisana con excelentes resultados, observando el horizonte a través del cristal de la copa de un dry martini.

La costa italiana del mar Tirreno presenta en esta zona una verdadera arquitectura divina, porque solo un dios podría crear dos golfos, el de Nápoles y el de Salerno, divididos por la península Sorrentina, en cuyo extremo se alza Capri y sus Faraglioni. Al norte el Vesubio y las islas de Ischia y Prócida. Al sur, pasada la hermosa y desconocida Salerno, la solemnidad rotunda de los templos dóricos de Paestum, que clavan en la tierra de la Campania sus sólidas columnas, bases de sustentación de toda la cultura de occidente. Esta combinación de elementos naturales y construcciones humanas con tal derroche de hermosura es muy difícil -diría que imposible- de encontrar en otro lugar que aquí, en la costa amalfitana, donde vivían las sirenas que aturdían con sus cantos a los navegantes que osaban atravesar sus aguas con sus naves ligeras, la belleza que hace morir, la belleza letal, la que lleva a los hombres a la perdición de las rocas afiladas en las que rompen espumosas las olas de la sensualidad. La costa en la que Parténope murió de amor cuando Ulises se amarró al palo mayor de su nave y ordenó continuar viaje hacia la inencontrable e imposible Ítaca.

Amalfi, la ciudad que da nombre a toda la costa, es hoy un pequeño y bellísimo joyel, engarzado en la montaña, con una esplendorosa catedral de estilo gótico-normando y elegantísimos elementos bizantinos y una escalera que ha sido imposible de domar por el cine. En el año mil era capital de una república comercial marítima, que perfeccionó el astrolabio, «el buscador de estrellas» precedente del sextante y que acuñaba moneda propia, «el tari», cuando aún ni Génova, ni Venecia habían empezado a dominar el Mediterráneo. Siguiendo el curso de un arroyo que cruza el pueblo proveniente de las montañas, una serie de viejos molinos fabrican los más hermosos papeles que imaginar se pueda, de espeso gramaje barbado y entrecruzadas hojas insertas en ellos. La civilización asequible al tacto. Y una preciosa cerámica naturalmente en amarillo y azul intenso, que ni Matisse podría igualar. Porque los cinco sentidos y hasta un sexto, si es que lo hay, están en permanente y constante vigilancia, atentos a las múltiples manifestaciones de alegría de vivir, como los rotundos limones, de un color diferente a los del resto del mundo, de un amarillo purísimo y un inextinguible olor, que permanece en el ambiente como si fuera artificial, pero divinamente natural. Las buganvillas trepan por las paredes, en una huida hacia las alturas y las glicinias cuelgan de entramados de viejas maderas. Y el mar, el mar Tirreno, el mar inmenso, inabarcable, azul espejeante con toques de brillantísima plata, el mar visto desde las alturas de la Villa Cimbrone en Ravello, en el mirador del infinito, a trescientos cincuenta metros de altura y en el que el vértigo empuja a saltar en un vano intento de atrapar la visión de la inmensidad. La belleza de los jardines que allí creó Ernest W. Beckett, lord Grinthorpe, adaptando las reglas que para la jardinería inglesa había creado Capability Brown a la vegetación, la libertad y la sensualidad latinas, dieron como resultado un marco de esplendor natural en el que se aúnan las plantas aromáticas más humildes del sur, como lavanda, romero o espliego y tomillo, con las más hermosas rosas de los invernaderos de Richmond y Kew, los naranjos, limoneros, cipreses y palmeras y el agua como un elemento natural más importante por su sonido, que por sus juegos de fantasía. Pero sin afectación, sin cuadraturas, sin parterres, sin orden, ni concierto, en una desenfadada y elegante naturaleza levemente domesticada. En esto los jardines del sur de España son más de lo mismo. Si tuviera que describir lo que es la costa amalfitana, diría que es parecida a un gigantesco Maro, o la Nerja de antes, o lo que pudo haber sido Marbella exclusivamente dirigida, regida y dictada por Alfonso de Hohenlohe, con un paisaje mucho menos espectacular desde luego. Y así son también las bellísimas Positano y Atrani y Vietri sul Mare y Maiori y Minori, en la que hay una villa romana casi intacta, porque aquí la alta clase de toda Europa -no solo italiana- lleva cientos de años pasando el tiempo de cara al mar.

Es una vez más muy curioso examinar el tema del Grand Tour de los jóvenes británicos de alta cuna que venían a pasar unos años en Italia para perfeccionar su aprendizaje, su formación, su nivel intelectual y educativo. Es curioso, porque no se producía el fenómeno contrario. Los jóvenes del sur no iban a los países del norte a formarse hasta muy recientemente, porque no se consideraba que pudieran aprender mucho entre las brumas y, aunque las universidades de Oxford y Cambridge se consideraran las mejores de la Europa del XVIII y el XIX, los futuros miembros del Parlamento y la gentry bajaban al sur con sus tutores a aprender el clasicismo en las ruinas de un mundo que ellos creían perdido, pero en las que jugaban los chiquillos harapientos de Nápoles, para los que un capitel derruido resto de un templo era solamente un lugar donde esconderse. El clasicismo en el sur se vivía en el aliño de las aceitunas, que era el mismo que se utilizaba en la Roma Imperial, o en el Nápoles de los Borbones españoles. Valga la exageración sabia de que «donde terminan los olivos, empiezan los esquimales», que suele emplear Eduardo Guerrero. Porque esa es otra. Carlos VII de Nápoles, hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, la gran intrigante que consiguió un trono para cada uno de sus hijos, antes de ser Carlos III de España construye el que tal vez sea el más grandioso de los palacios reales de Europa, solo superado después por el que termina de construir en Madrid: el palacio real de Caserta, aun anclado en la simetría de la antigua jardinería y arquitectura rococó, pero con una gigantesca cascada, imitando a la naturaleza, al final del interminable estanque rectangular. Y Carlos, bajo cuyo reinado se descubren Pompeya y Herculano, abandona Nápoles, a la que nunca olvidó, con un tremendo pesar, con la tristeza de un ilustrado que dirigía personalmente las excavaciones y da orden de que se le envíen informes semanalmente a Madrid acerca de la marcha y progreso de las mismas. Este es el mismo Carlos que construye en el mismo Nápoles -capaz de lo más exquisito y lo más vulgar- el fastuoso teatro de San Carlos, recinto operístico de belleza deslumbrante, junto a lo que después sería la Galería Umberto I, en la que es posible ver hacerse fotos a una novia vestida de rojo tomate, tras el Barrio de los Españoles, en cuya vía Virrey Pedro de Toledo las sábanas blancas colgadas de lado a lado de la calle, moviéndose al viento acompasado de la algarabía vecinal, los motorinos, los rateros y las señoras que lanzan por la ventana de antiguos palacios que se desmoronan un cubo de plástico con una cuerda para que el vendedor ambulante les ponga un kilo de pescado, componen el más grandioso y vívido decorado posible.

Y en el mundo arquitectónico pasa algo bastante parecido en cuanto a influencias y movimientos de ida y vuelta. Los viajeros británicos que vienen al sur, al volver a sus verdes praderas y a sus grises brumas, copian. Copian recreando, pero copian. Adaptan pero copian ¿Qué es San Pablo de Londres sino una descarada y mediocre copia de San Pedro del Vaticano, aunque ellos crean que Sir Christopher Wren es Bramante? ¿Y los estilos Adams, regencia o palladiano, absolutamente aclamados por los pueblos de habla inglesa, como diría Churchill, son algo más que adaptaciones británicas del clasicismo latino? Incluso Washington, la capital del imperio, con su hermosa combinación de templos griegos y romanos, sus estanques rectangulares, el trazado de sus avenidas y la ubicación de obeliscos y templos recordatorios de los padres de la patria ¿qué es sino el decorado de un gigantesco péplum?

La bellísima Costiera Amalfitana continúa naturalmente intocada. A nadie se le ha ocurrido construir una autopista al borde del acantilado, sino que la vieja carretera de doble dirección sigue siendo la ruta de comunicación entre sus pueblos. Es el precio que hay que pagar por la belleza, a la que no se puede llegar nunca fácilmente, sino que siempre supone un camino difícil, peligroso, arriesgado, pesado y exasperante. Y no hay otra posibilidad. Tampoco han hecho playas de tierra, ni espigones, ni torres. Las playas son pequeñas calas de piedrecitas, de chinos, de cantos rodados. Todo tiene la medida exacta de lo natural, salvo cuando en verano de los últimos decenios llegan los barbaros. En la Costiera han vivido todos los grandes que en el mundo han sido, huyendo de sus mundos, de sus vidas y de sí mismos, desde la emperatriz Sissi a todos los Tomás Salvador de Austria, que han sido varios, desde Gore Vidal a Jacquie Kennedy, desde T.H. Lawrence a la gran Patricia Highsmith, que crea allí su letalmente inteligente, amoral y aparentemente normal míster Ripley, que interpreta Matt Damon de forma inocente, sutil, fríamente despiadada, en posiblemente su mejor interpretación, frente a un Jude Law, prototipo del niñato rico superior a todo y a todos, excepto a sí mismo, en la gran película del tempranamente desaparecido Anthony Minghella, que retrató a la Costiera Amalfitana como un personaje más, como un elemento sin el cual las cosas no podrían haber ocurrido como ocurrieron. Como la belleza que encierra toda clase de peligros.