El 11 de septiembre de 2001, más o menos a la hora en que escribo estas líneas, mi madre interrumpía con una llamada de móvil mi agradable sobremesa con amigos de entonces, para decirme con voz entrecortada por la emoción, que las Torres Gemelas de Nueva York acababan de derrumbarse. Aquel día, del que hoy se cumplen diecinueve años empezó a cambiar el mundo, a torcerse la Historia, si es que alguna vez estuvo derecha. Pero ni la caída del muro y el derrumbe del bloque soviético produjeron en la escena internacional un desajuste y una catástrofe tan brutal, como el hecho de que, por vez primera en la vida de la humanidad, el objetivo de una guerra no declarada, sin trincheras conocidas y sin campos de batalla, el objetivo del enemigo de occidente fueron, no solo lo que constituía el símbolo del triunfo del capitalismo, pero también de la libertad, sino las miles de personas civiles, no militares, personas que iban a trabajar alegres o deprimidos, pero vivos, personas que nunca más volvimos a ver, que desaparecieron en el aire, desvaneciéndose en el éter. El mundo entero vio el crimen por televisión, pero nadie vio a ni uno solo de los asesinados, salvo los que saltaban al vacío, huyendo de su propia vida y miedo. Se ve el crimen, pero no los asesinados. Como ahora con la peste china. Nos cubrimos con bozales por orden superior, y dejamos de reconocernos y ocultamos la sonrisa, pero nadie, ni los familiares de los muertos han visto a ninguno de ellos. La existencia humana queda reducida a una urnita de cerámica con unas cenizas dentro, como los antiguos braseros, como las cenizas de los bosques arrasados por el fuego, cenizas y nada. Este fue el gran cambio, el salto no solo de siglo, sino de era, de valoración de la vida, de objetivos, de deseos, de formas de vivir y de sentir. La muerte dejó de ser muerte para convertirse en una banalidad televisada.

Aún recuerdo la leve oscilación de las torres la única vez que he subido a ellas. El viento las movía con flexibilidad, como oscilan los troncos de las palmeras, que pueden ser derribadas por el huracán, pero cuyos frágiles troncos no se quiebran. Las torres tampoco se partieron, se derrumbaron sobre sí mismas, en un aterrador hundimiento en el gigantesco agujero, que el año siguiente contemplamos en una helada mañana de diciembre a diecisiete grados bajo cero, una de esos días de Navidad en que las calles de Nueva York se hacen insoportables, el viento del norte entra como un cuchillo de hielo por entre los altivos rascacielos, Santa Claus duerme, y algún homeless yace en el suelo, debajo de unas escaleras, esperando la muerte ahogado en alcohol. No todas las Navidades son blancas. Contemplar el agujero con los nombres de miles de muertos incisos en las láminas de acero de los límites del estanque, hiela aún más la sangre y una lagrima recién nacida muere congelada en las mejillas antes de rodar al suelo.

A menudo se producen en la Historia acontecimientos que hacen que aunque pasen muchos años, todos nos preguntemos dónde estábamos ese día y todos nos acordemos. El día que se arrió la bandera roja de la torre del Kremlin yo estaba en Fuerteventura. Y el día que asesinaron a Miguel Angel Blanco yo estaba en París. Me he acordado de todo esto, gracias al profundo sentimiento que el presidente ha trasladado desde la tribuna del Senado a un senador aliado, que no sé, pero puedo imaginar, donde se encontraba aquel día. No voy a hablar del presidente, ni de su gobierno, ni de sus cualidades humanas -supongo que alguna tendrá- ni del covid, ni de la sensación de orfandad que siente el país, ni de si habrá salida económica, profesional, sanitaria, o vital. No. Pero hay cosas que no se pueden decir, ni hacer y mucho menos en nombre de todo un país, o si es en su propio nombre, que lo haga a solas y no desde la tribuna. Y sin que lo sepamos. Estas cosas no pueden, ni deben consentirse. A nadie. Por respeto a los muertos inocentes, a los jóvenes, niños o ancianos literalmente masacrados por los ahora blanqueados, legalizados y coaligados. Coalíguese con quien quiera, pero condolencias publicas ni una. Hemos llegado a un punto en que todo es confusión, mentira, banalidad y desprecio a la dignidad. Y lo que me aterra es que no veo salida a una era, a una civilización, a una cultura, a una forma de vivir, a un mundo. No le veo salida por ninguna parte. Porque eso de la nueva normalidad con que los think tankers -antiguamente llamados mercenarios- han bautizado esta situación, no deja de ser una idiotez y una contradicción en los términos. Si es nueva, no es normalidad. Y si es normalidad, no es nueva. Es otra cosa. Otro mundo. Nos guste o no.

El 13 de julio de 1997 un comando de ETA asesinó de dos tiros en la nuca a un chico de veintinueve años con toda la vida por delante, después de cuarenta y ocho horas de secuestro. Condenado a muerte. Estas cosas no se enseñan hoy en los colegios para no herir la sensibilidad de la generación de muñecos que está creciendo como cisnes del lago de los sueños, pavoneándose en su propia estulticia, exclusivamente preocupados -lo sé, con muchas excepciones- por su clonada y absurda belleza externa. Ese chico, Miguel Angel Blanco trabajaba en una gestoría en la que una rata seguía sus pasos, no era un hijo de papa, era un trabajador. Y aunque lo hubiera sido. Pero era español y se sentía español y vasco. Esto último daba igual en aquellos tiempos. La única razón para matar a un ser humano, con la connivencia de la Iglesia vasca -ahora que tanto se habla del cartel de 'Patria'- era que se proclamara español.

Yo estaba en París. En Euro Disney con mi sobrino Ángel, mi ahijado, entonces con siete años y hoy un gran tipo en todos los sentidos. Aquel viaje maravilloso se convirtió para mí en algo muy doloroso. Tenía que mostrarme alegre y subir a montañas rusas, asistir a rodeos, desayunar con Mickey Mouse y con Pinocho, mientras solo estaba atento a las últimas noticias de España. Una España que literalmente se echó a la calle, derechas e izquierdas, en la más grandiosa manifestación de humanidad que nunca se haya registrado aquí. El movimiento 'Manos Blancas' tomó las calles. Porque todos comprendieron que lo único que importa es la vida y la vida en libertad, que nunca puede estar al albur, ni a merced de nadie. Y menos aún en las manos de unos criminales, uno de cuyos organizadores acaba de suicidarse. Puede que incluso por remordimientos, aunque no lo creo. Pero, insisto, lamentaciones ni una. ¿Alguien ha pensado en lo que pudo sufrir ese chico atado de rodillas con el cañón de una pistola en la nuca? ¿Pero cómo puede olvidarse esto y decir que se lamenta profundamente el suicidio de un canalla que no debería haber nacido? ¿Qué pudo pensar y sentir esa pobre madre durante las cuarenta y ocho horas en que un trozo de su carne y de su sangre iba a ser ejecutado como un cordero, como en un sacrificio a un dios airado impunemente?

Recuerdo que la mañana del día 13 bajé a recepción del hotel a buscar los periódicos de España. Las portadas eran sobrecogedoras. De miedo. Pero también de orgullo patrio, porque el país entero estaba en pie de paz. Y ni al gobierno, ni a la oposición se les ocurrió proponer negociar, ni rendirse. Porque todos estaban seguros de qué lado estaba el bien. Todos sabían quiénes eran «los malos», como dice Jose Luis Pardo en Estudios del malestar. Cuando llegué a la habitación, mi sobrinillo estaba de pie encima de la cama contándole no sé qué cosas en español a una serie de camareras de las antiguas colonias francesas, que no le entendían, vestidas como la de Lo que el viento se llevó y que literalmente se partían de risa. Yo también me eché a reír, porque era la visión de la esperanza de que la inocencia de un niño aún pudiera traer alegría, felicidad y paz a un mundo atormentado. Esa tarde asesinaron a Miguel ángel y yo me tiré a la piscina del hotel para disimular mis lágrimas y jugamos y nos reímos y la tarde continuó su caminar como cualquier día, mientras la sangre derramada de un inocente regaba la tierra. Al día siguiente, Quatorze Juillet, Fiesta Nacional de Francia, cogimos el tren de cercanías y aparecimos en los Campos Elíseos, cuando el presidente de la republica pasaba revista al ejército francés y una gigantesca bandera azul, blanca y roja ondeaba majestuosa desde la cima del Arco del Triunfo, cuando París era París, nadie podía imaginar que ardería Notre Dame y Francia estaba reconciliada consigo misma. Nunca me pareció más emocionante 'La Marsellesa', ni el 'Cour Napoleón' del Louvre más civilizado, con la Pirámide de Ming Pei brillando al sol.

Las efemérides no llegan a ser tales y a dejar de ser una fecha cualquiera del calendario, hasta que se produce el hecho que conmueve al mundo. Y a veces, ese hecho ni siquiera es conocido hasta mucho tiempo después. Así son las cosas, no como nos gustaría que fueran. Nadie durante el gobierno de Augusto pudo ni soñar que el nacimiento de un niño en un remoto rincón de un extremo del Imperio iba a cambiar la Historia de tal forma que los años se contarían en todo el mundo desde ese día. Eso es realmente imposible de predecir, ni de imaginar. Nadie podía imaginar la noche del pasado 31 de diciembre que nos esperaba esta pesadilla en todos los sentidos. Y nada bueno parece que vaya a suceder en lo que resta de año, aunque nunca se sabe, si alguien no descubre una vacuna y si las fuerzas de un lado no caen en la cuenta de que están en el lugar equivocado y en compañía equivocada. Para eso solo hace falta humildad, inteligencia, verdad y buena fe. Muchas cosas parecen. Alguien, o algo, o algunos han desencajado las piezas del puzle. A nivel nacional. Pero también a nivel europeo en todos y cada uno de los países que componen esta vieja casa, que sigue siendo, a pesar de todo, el mejor lugar y el mejor tiempo para vivir de toda la Historia.