Lunes. En un ataque de diligencia que me sorprende, sobre todo siendo lunes, me levanto antes de las ocho y a la hora en la que aún no tengo ni ganas de desayunar estoy plantado en mi taller de confianza para someter el coche a una revisión. Cincuenta años y no sé dónde está el delco. Charlo un rato con mi mecánico. No creo que haya aprendido nunca nada de mí. Gracias a él yo ahora sé que si una rueda se te desinfla cada dos por tres (seis) es que tiene mal la válvula, no hace falta cambiar el neumático entero, no siempre. Cojo un taxi para ir al Centro de Málaga y la chica que me lleva describe el panorama triste de Torremolinos: «Nunca lo he visto así. No hay trabajo, todo cerrado, sin turistas no hay nada que hacer». Veo el mar desde la carretera. Me alejo de él para acudir a mis obligaciones. Y no sé por qué tocar las olas no es una de ellas. Aunque como decía Benedetti «Hay olas tenebrosas que anegan la osadía / y neblinas que todo lo confunden/ el mar es una alianza o un sarcófago».

Al final de la jornada, no dispuesto a que lo más interesante de mi día sea acudir al taller, me corto un dedo tratando de abrir un bote de mayonesa con mostaza (cierta delectación en la blasfemia) y empiezo (a leer) una novela bebiendo una copa de vino de una desconocida denominación de origen norteña. Cogí la botella por error en la estantería de un supermercado. Creía que en la etiqueta ponía Somontano. No. Pone algo parecido. Las prisas. Está exquisito. Sueño que me sacan de extra en una nueva versión cinematográfica de La Colmena, en la que el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, hace el papel que hacía Camilo José Cela, el inventor de palabras. Antonio Banderas invita a café con leche y bollo a quien tenga la paciencia de escuchar su discurso de ingreso en una Academia, el papel de Luis Escobar. Ambas escenas en un café con camareros que le traen a uno «recado de escribir» para perpetrar dos cuartillas y dársela a un ciclista que acude puntual a las cinco para recogerlas y llevarlas al periódico.

Martes. Redactar un diario es pensar cada día qué eliges para meter en él, qué descartas, qué inventas. O en cómo retratas a alguien que pueda leer esto luego, dentro de unos años. En fin. El paso siguiente es hacer cosas solo para contarlas. O sea, que a los diaristas nos puede pasar como a ciertos istagramers. No sé si darme un chapuzón o desactivar un pleonasmo. Leo a un columnista airado y a otro irónico. De la síntesis de estos dos caracteres se me pone a mí hoy el humor. Me saca de mis cavilaciones un mensajero que trae una camiseta para mí ahora que el verano huye, las tardes se acortan y el tiempo desenfadado con el que cuenta uno es menos. Me la pongo para ir a almorzar. Pese al nombre, «lagarto», ahora muy de moda, esta carne de cerdo en tiras a la parrilla bien sazonada es todo un acierto. Lo sé porque mi hijo me deja probarla. Yo opté por el atún de Barbate a la plancha, que parece de plástico y que no ha visto Barbate ni en fotos. Por la tarde, en la piscina, panzarriba y agotado tras un rato (corto) nadando, examino las nubes, que no son las que me van a dar materia para la columna del día, aún por escribir; procuro sacar formas a los cúmulos, cirros y estratos. He lucido la camiseta, tal vez postrer símbolo del estío. Aunque yo siempre he sido muy del veranillo de San Miguel.

Miércoles. 16 de septiembre. Tomo 'La vida lenta', de Pla, para ver por curiosidad qué anota él el 16 de septiembre. Calor, dice. «Pero mucho viento». La entrada tiene siete líneas y es telegráfica. Informa de que trabaja en «El cuaderno gris», que cena anguilas, que se toma unos whiskys en Calella y que vuelve tarde a Palagrugell. «En la cama a las dos». Eso, en el año 1964. Voy a la anotación del 16 de septiembre pero de 1957: «Me acuesto a las tres y me levanto a las diez. Esta vida no puede seguir así».

Jueves. Jornada como de otra época, con reuniones, citas, taxis, un almuerzo, la ciudad de cabo a rabo. No se lleva ya esto. No sé qué voy a hacer para cambiarlo. Termino de escribir estas notas, ceno un sandwich de adjetivos y ya es viernes. La lluvia me resbala.