Estoy a punto de empezar a dar la primera cabezada de la soñada siesta de los viernes. Suena el móvil. Berta me invita a dar un paseo por el centro histórico. La tranquilidad y el sosiego que la pandemia ha traído a nuestras calles y museos y la compañía amiga hacen que acepte la sugerencia al momento. A estas alturas de la vida, he recuperado mi vocación de paseante, casi siempre solitario, observando detalles importantes que pueden pasar desapercibidos. Curioseando sobre todo en vidas ajenas, el paseante se convierte en un crítico amable atraído por la belleza de la vida. Sin pudor alguno mira a los escasos viandantes, examina los árboles, las plantas, se para y hace una foto con el móvil a una cornisa de un edificio, recoge detalles que unidos conforman patrones de identidad. Huele y saborea la leve caricia de una tarde gris y otoñal, que trae una fresca brisa marina cargada de olor a sal. También esto lo ha traído el covid. La desaparición de la navegación por primera vez en los siglos de los siglos ha hecho que, según cuentan, las orcas embistan a los pequeños veleros de recreo que se aventuran a la mar gallega y que las aguas mediterráneas vuelvan a ser saladas y oler a salitre.

Mientras pausadamente camino hacia el centro, al pasar por delante de la solidez pétrea y simétrica de la Aduana, vuelve a mí la sensación de plenitud del sábado anterior, durante mi deambular por la deslumbrante sección de arqueología del Museo de Bellas Artes al contemplar el casco azul y oro del guerrero hoplita y la lanza de afilada punta doblada en ese respetuoso homenaje al héroe muerto. Pienso en la bellísima instalación que Juan Pablo Rodríguez Frade ha hecho del mundo romano de la colección Loring. Ese alongado panel de la floresta de La Concepción con la familia conversando, que sirve de telón de fondo a las figuras romanas, el blanco del mármol sobre el fondo verde del jardín, el templete dórico -hay que ser muy culto y estar muy al día europeo para hacer en Málaga una pequeña gliptoteca como la gigantesca de la Isla de los Museos de Berlín- mientras se oye suavemente un piano, cuyas notas cadenciosas y ténues contrastan con las grandiosas esculturas de la solemnidad de la toga pretexta de un magistrado y el inquietante friso de cabezas de dioses y emperadores. Pienso en Amalia Heredia Livermore y en cómo se puede ser tan visionaria como para coleccionar mármoles y bronces romanos y plantas de todo el mundo en su jardín, los elementos exactos que conforman un jardín ingles de época victoriana, tan alejado del amaneramiento francés. O de los bellísimos jardines españoles, que diseñara Javier de Winthuysen en la Alameda de Osuna, o en la Residencia de Estudiantes, o pintara en los patios cordobeses. En mi obsesión por las denominaciones y la terminología, no entiendo que el Parque no se llame de ninguna manera, solo eso, el Parque, como si no hubiera otros muchos parques urbanos y periurbanos -¡ay, Dios, la vacua y malsonante terminología de hoy!- y pienso que una mujer como Amalia Heredia merece algo mejor que una bocacalle del Carril de la Chupa, con todos mis respetos a sus honorables habitantes. En cualquier caso, mejor que no tenga nombre, no sea que a alguien se le ocurra un concepto abstracto como solidaridad, tan difícil de pronunciar, o tan absurdo como cuando en taxi se escucha decir a la emisora «un coche pa la calle Rachmaninof, o la calle 'Zanzuperi'».

Llego al centro en medio de estas cavilaciones y empezamos a caminar sin rumbo fijo. Los chicos ciclistas de varias empresas de mensajería descansan despatarrados en los bancos de la plaza de la Marina después de jugarse la vida durante una mañana. Subimos por calle San Juan viendo carteles de «se vende», los camareros de «La Cueva» recogen las mesas y sillas un viernes de septiembre a las cinco de la tarde y pasamos un rato delicioso mirando los escaparates de una tienda kitsch de espantosos artículos cofrades, posiblemente chinos. Entramos en la iglesia de San Juan, abarrotada de imágenes por las obras en los Mártires. Algunas espantosas, que desentonan con otras de notable factura. Comentamos la manía del color gris en las molduras de escayola que ocultan los artesonados mudéjares de origen. Como decía Josep Pla lo más importante cuando se escribe es encontrar el adjetivo correcto, exacto en la definición. En la arquitectura ocurre lo mismo con el color. El propio edificio afrancesado y soberbio de Felix Sáenz presenta un color muy típico de hoy en día, un color indefinido, como casi todos los que se utilizan aquí y ahora. Colores que mi madre llamaba pajizos por su indefinición. Años después vino lo que Salva llamaba indignado «el color diarrea», que quería ser albero sin conseguirlo, porque aquí nunca ha habido albero. Al salir de la parroquia empieza a diluviar. Nos refugiamos en «La Casa Amarilla» donde David Burbano nos ofrece hospitalidad en su galería pintada en un rotundo y refrescante amarillo. Allí nos quedamos charlando de colores, de la situación de la cultura, de los suelos malagueños de baldosas de cerámica hidráulica, como el que él salvó en su galería. En ese momento, cesa de llover, el verano rompe y continuamos nuestro paseo. Al pasar por el Thyssen me prohíbo en silencio a mí mismo entrar a la librería a gastar treinta y ocho euros en una deliciosa y elegante edición de Mondadori de otro paseante, Philippe de Montebello, el hasta hace poco eterno director del Metropolitan de Nueva York, por los grandes museos del mundo y entramos en el Ateneo a oler los nuevos aires que libremente se respiran allí y contemplar una exquisita exposición «Málaga Patterns», obra de Nielo Muñoz, que recoge gran parte de todo lo que llevo escrito hasta ahora. Porque resulta que uno no es el único que va por la vida de voyeur de cosas insignificantes. Y eso gratifica. El propio Nielo me ha dado la clave de lo que ocurre. La gente ya no mira. Porque no les interesa, o porque van con el móvil, o porque la observación de lo aparentemente insustancial se considera una pérdida de tiempo, una inutilidad, algo sin sentido. La roma sensibilidad de nuestro mundo impide a la mayoría sentir un escalofrío por algo tan extraordinariamente culto como que un grupo de chicos absolutamente modernos se preocupen por las señas de identidad de su ciudad.

Un edificio antiguo recoge una exposición con un formato y un catálogo absolutamente modernos, reivindicando lo antiguo, lo artesanal, la Málaga del XIX de nuevo, la arquitectura, la azulejería, los pavimentos de cerámica, los esgrafiados de las paredes y todo cuanto conforma una parte esencial de la identidad de Málaga. Es fascinante esa visión de un concepto como las capas de una cebolla, que van siendo retiradas una a una desde las exteriores a las interiores, llegando a un núcleo que se creía muerto y que resulta que es vital. Los adolescentes de los años sesenta, ensayando la frivolidad y el dandismo abandonado a uno mismo, vestíamos algo parecido, varias camisas una encima de otra hasta que la exterior era una antigua sin cuello, comprada en Portobello de algún abuelo ingles muerto en la miseria de las fábricas de Liverpool, o en la guerra de Crimea. Como decía William Morris: «Reivindicamos lo viejo porque somos extraordinariamente modernos». Preciosa exposición en su aparente simplicidad y posiblemente hecha con poco dinero, que abarca todo el material mencionado, desde las paredes esgrafiadas de la iglesia del Sagrario, difícilmente recuperables si es que el edificio no se viene abajo, hasta la belleza de Villa Cele-María en el Paseo de Sancha, obra del autor del propio paseo.

El Ateneo presenta un esperanzador aspecto, aparentemente libre de ideologías, abierto y hasta alegre en un continuado entrar y salir de gente civilizada y precavida contra el covid, pero con una cierta alegría, porque la exposición anima a la esperanza. Sergio «Croma», el nuevo secretario de la corporación nos ha llevado a zonas desconocidas para mí, de una extraordinaria posibilidad de belleza, siempre y cuando este país, aún llamado España, recuperara su estilo y confianza en sí mismo, que no tiene nada que ver con la enfermedad del covid. Es otra enfermedad más profunda de la que adolece España.

Salir a la plaza de la Constitución -qué nombre más hermoso y más lógico y libre- y contemplar el cielo celeste tras la lluvia y los edificios limpios por el agua del cielo, luciendo sus patrones y señas de identidad y los pavimentos de las calles de Málaga, que tanto criticamos, pero que son tan malagueños como los de las casas de nuestros mayores, brillando como refulgentes espejos, da al paseante una cierta alegría de vivir.

Ayer Antonio Simón, un querido amigo y culto músico, me pasó la obra de un compositor español del XVIII, Blasco de Nebra, organista de la Catedral de Sevilla. Es de una belleza y de una modernidad tal, que podría ser la banda sonora de alguna película de Minelli, Kubrick o Visconti, que cuidaban especialmente la música de sus obras. Ello me hizo pensar en que no sé si podría soportar ser ciego, no poder leer todo lo que me falta, con la obsesión de Borges, no ver el mar, ni el amanecer, ni la luz de la caída de la tarde, ni el vuelo de las gaviotas anunciando tormenta, ni los ojos de las personas amadas, aunque muchas ya no estén... pero no oír el mar, ni el viento, ni la voz grabada de mi madre, ni escuchar el silencio, y, sobre todo, no oír la música... al final el paseante llega a la conclusión de que esto, la vida, no está tan mal organizado como creemos. Está bien tener cinco sentidos, en otro mundo podríamos tener más. O menos. No podemos imaginarlo siquiera. Por ello hay que vivir hundidos en las entrañas del vivir, anulando nuestra auto represión, vivir libres, crear lo que sea, cuando sea, como sea, soltar la imaginación como a un potro, perder el miedo y dejar una huella en la tierra. Aunque sea, como diría el gran derrotado Gil de Biedma, «entre las ruinas de mi inteligencia».