Son muy duras las historias que voy a contar y que sucedieron en Málaga o participaron malagueños.

No son de este año de 2020 sino de muchos años atrás. Una de ellas se remonta a 1945. Las conozco bien porque me las relataron los interesados o porque me llegaron a través de terceras personas. En todos los casos omito los nombres de los protagonistas e incluso en uno de ellos eludo el nombre del municipio de nuestra provincia en la que sucedió.

Yo evito utilizar la definición en boga de 'violencia de género' porque me parece insuficiente o imprecisa. Prefiero recurrir a una que me parece más correcta y neutra: relaciones hombre-mujer o mujer-hombre, aunque los daños causados afectan a más mujeres que a hombres.

La primera de estas historias sucedió hace sesenta y cinco años; pero pudo ocurrir un años antes o dos después. Una señora relató a otra lo que le sucedió a su hermana la noche de bodas. Lo primero que hizo el marido fue propinarle una paliza. Después del brutal e inesperado atentado, la recién casada abandonó el hogar y no tuvo más relación con el ¿trastornado? marido.

Lo sucedido no trascendió nada más que a dos o tres miembros de la familia de la mujer vapuleada; se cerró el caso.

Por el tiempo transcurrido pienso que las dos hermanas habrán fallecido... por causas naturales, supongo.

Su marido no la quiere

Más me horrorizó hace menos años lo que me contó un amigo o familiar de una pareja de malagueños que por espacio de varios años estuvieron como misioneros laicos en un poblado de una república sudamericana, en plena selva.

Católicos los dos sintieron la llamada de Cristo para ayudar a seres perdidos y abandonados en zonas poco pobladas con carencia absoluta de lo más elemental. En pocos meses, el matrimonio trabajó a fondo para ayudar a una población casi ignorada.

En una ocasión, cuando el matrimonio se había ganado la amistad y reconocimiento de los miembros de la tribu, una de las mujeres le preguntó a la benefactora laica que tanto le estaba ayudando a mejorar su vida, algo que la dejó intrigada. El comentario o pregunta fue algo así como «su no marido la quiere, ¿verdad?».

Sorprendida por el comentario sobre si su marido la quería o no, ella se atrevió a responder con una pregunta: «¿Por qué me pregunta eso?» Y la india, con la mayor naturalidad explicó por qué dudaba de las buenas relaciones de la pareja: «Es que como nunca le pega...».

Quizás en aquella tribu el pegarle a la mujer era prueba de cariño.

Otra de Sudamérica

En 1942 ó 1943, un amigo de colegio y familia, un par de años mayor que el autor de estas líneas, ante la falta de oportunidades para trabajar en cualquier cosa (eso de «cualquier cosa» todavía persiste en Málaga), se decidió por una extraña oferta que le llegó no recuerdo cómo. Le ofrecieron trabajar en una empresa maderera en Perú o Ecuador; para el caso es lo mismo.

La familia le facilitó el dinero para el largo viaje en un viejo buque de carga. Parte del pasaje lo pagó con su trabajo a bordo.

Cuando llegó a su destino y entró a trabajar en la empresa maderera, el capataz o encargado de organizar el trabajo diario -tala de árboles en plena selva-, le dio las instrucciones a seguir. La misión encomendada era vigilar a los trabajadores en la tarea encomendada. Y a la recomendación le sumó la entrega de una fusta.

Al recibir el artilugio le preguntó al capataz que para qué iba a necesitarla. Le respuesta fue: «Son unos vagos. Si no les arreas latigazos no trabajan».

Me lo contó el propio interesado que dejó el empleo en la empresa maderera a los pocos días porque se sentía incapaz de emplear la fusta para obligar a los indios a trabajar. Regresó a Málaga horrorizado de lo que había vivido.

Pocos meses después encontró en Málaga un puesto de trabajo en una de las muchas bodegas dedicadas a la elaboración de los vinos de la denominación de origen Málaga. Se llamaba Eduardo y murió relativamente joven. Me confesó que nunca utilizó la fusta o el látigo para obligar a los indios a trabajar.

La muerte de una mula

Retornando a Málaga, en este caso a uno del centenar de pueblos de nuestra provincia, me viene a la memoria lo que me comentó un trabajador del campo que con una mula y varios aperos iba tirando aquí y allá para ganarse la vida. Cosechaba, araba, sembraba... con el valioso auxilio de la mula. No tenía puesto fijo en ninguna finca pero echaba una mano en la que encartaba.

Lo que me comentó fue lo siguiente. La mula, su instrumento de traslado y trabajo, se echó a perder, y sin necesidad de recurrir a la ayuda de un veterinario, consiguió que se repusiera en pocos días y volver al trabajo.

Pasado el susto me transmitió su precaución. Vino a decirme que si se hubiera muerto la mula se hubiera quedado sin trabajo por no tener dinero para comprarse otra; en cambio, si se hubiera muerto su mujer, no hubiera pasado nada porque se buscaría otra gratis.

Hay un viejo dicho que sólo el recordarlo es un delito, pero que está en el refranero y que por desgracia hay quien hace gala de ponerlo en práctica. Dice: «A la mujer trátala como es: una mula de alquiler». En el capítulo de hoy he contado historias que ojalá no se repitan.

Empate

Como punto final, dos estampas de las que fui testigo cuando casi era un niño:

Todas las tardes, un matrimonio cruzaba por el andén sur de la Alameda. Él andaba con cierta soltura, y la mujer, con dificultad, le seguía. Les separaba casi un metro. Un día, un amigo del hombre le preguntó ante la escena: «¿A dónde vas?». La respuesta fue tan escueta como cruel: «¡A cansarla!».

Meses después, la escena cambió: ella iba con cierta soltura, y él, víctima de una hemiplejia, la seguía a duras penas con bastón.

Total, un empate.