Andaba cavilando esta mañana acerca del artículo vespertino de los viernes y no terminaba de verlo claro. Esta semana había visitado por vez primera el corralón de Santa Sofía, bellísima construcción en el corazón del barrio de la Trinidad, hogar - que no residencia - de ancianos, que viven sus últimos años al fresco sol mañanero, entre cientos de macetas, actividades comunales, pérgolas de flores, retratos de la Zamarrilla y el Cautivo, salón de actos y gimnasio actualmente clausurados por miedo a la peste china, que allí ha tenido escaso éxito. Digno es de resaltar que esa obra - me aclara quien se escandaliza porque uno no lo supiera y uno no puede saberlo todo - fue obra excelente de Salva Moreno Peralta; excelente por humana, por sencilla, por habitable, por alegre y por moderna, porque la modernidad de ninguna manera es un edificio de viviendas de cincuenta metros de delgadas y húmedas paredes. Solamente hay que observar los sórdidos bloques que rodean el hermoso patio triangular, que parece esperar una guitarra en una noche de luna agosteña. Aprovecho para aclarar en relación con el título de este escrito que el término «santo» proviene del latín «sanctus», consagrado, sancionado. Igual que «canonizar» proviene del griego «canon», que es lo mismo que regla.

Es decir, que es declarado santo el que cumple las reglas, el que sigue el canon. Bien, pues aquí, Salvador cumplió a rajatabla las reglas que le marcaba el canon de un buen arquitecto: construir viviendas humanas y habitables en las que una persona pueda aguardar dignamente a la muerte. Esto es sabiduría consagrada.

De una u otra forma, mi semana estaba marcada por Santa Sofía. Decía que estaba uno en estas cavilaciones, cuando por la pantalla del ordenador entró un correo del arcángel Gabriel - Ruiz Cabrero - siempre raudo en comunicar hermosas noticias, aunque la causa de ello sea triste y dolorosa. No de otra manera se produce el misterio que cubre de oro Fray Angélico en la Anunciación. Alegría y gozo, seguido de dolor, por causa de quebrantamientos de la ley. Ese correo contenía la carta que el Patriarca de Constantinopla - Nueva Roma, Bartolomeo, dirige a todos los miembros de Europa Nostra, poniendo en su conocimiento la decisión del gobierno turco de entregar la antigua catedral ortodoxa de Santa Sofía durante mil años, la Santa Sabiduría, la sabiduría conforme a las reglas y los cánones, posteriormente mezquita durante quinientos años y monumento cultural desde su secularización, al culto islámico. No voy a hablar ahora de esta decisión, ni de lo acertado o erróneo que me pueda parecer dicho acto. Quiero referirme a la belleza literaria del texto del Patriarca. Fíjense en la firma de la carta. Arzobispo de Constantinopla-Nueva Roma. La carga de profundidad que ese título ostenta necesita una explicación. Cuando se produce el Cisma en la Iglesia y nace la religión ortodoxa, la religión oriental, Constantinopla en la cúspide de su esplendor pasa a ser la «nueva Roma», porque la primera se ha convertido en un lugar inhabitable y sórdido y la nueva religión se llama ortodoxa, porque es la que sigue exactamente las reglas y cánones verdaderos. Todos los imperios que en Europa han existido han intentado conectar con Roma y ser los segundos, o los terceros - Moscú -o ser Sacros Romanos, o ser coronados por el Papa, como el laico revolucionario y posterior emperador Napoleón. Todos han buscado de alguna forma conectar, engancharse a la carga sagrada, al arca de la alianza, que hasta Hitler buscó afortunadamente sin éxito, hay algo misterioso en este deseo de conectar con lo trascendente, con un Más Allá en el que la mayoría no creen, pero dicen creer. Estas no son cuestiones menores. La decisión de Erdogan está ligada a la expansión del Islam, otra causa sagrada, que amargó los últimos años de la gran Oriana Fallaci. Y la obsesión de Putin de recomponer la Santa Rusia Imperial con capital en la tercera Roma no es sino volver a construir el imperio zarista.

El texto de la carta del Patriarca a los cultos miembros laicos de Europa Nostra emplea un bellísimo lenguaje para referirse al templo y para describir la propia obra arquitectónica. No puedo comprender el por qué en Occidente no se consideran valiosas estas cosas. Posiblemente sea por pura ignorancia. Cuando muchas de las desgracias que alargan nuestras horas proceden de vivir de manera opuesta. He leído la caritativa y contradictoria encíclica de Francisco, de alguna forma revolucionaria. Siempre apegado a lo terrenal y escasamente trascendente. El lenguaje que utiliza y la terminología que emplea son muy poco literarios, en cierta forma como si de un tratado de sociología se tratara. Por qué no lee a los místicos españoles? Cree que eso no está conectado con la triste realidad que nos aqueja? Hablar en el siglo XXI de un templo como el reflejo exacto del Cuerpo Místico de Cristo, casi como la transustanciación, sin cuyo especifico uso, deja de tener sentido hasta la propia estructura del templo, es casi una locura. Qué error pensar eso, qué inmenso error. Esto enlaza directamente con la liturgia ortodoxa, bellísima, riquísima, solemne, cantada por esos coros de voces graves que parecen surgir de la Tierra para cantar al Cielo, tienen el eco del propio iconostasio, el lugar donde se guarda a la Divinidad, como la cella en los templos romanos, o como el lugar recóndito de los templos egipcios, con el mundo de las sibilas, los profetas y los oráculos griegos. El ser humano necesita la trascendencia, el misterio, lo arcano, lo oculto, aunque no sea verdad, aunque solo sea un sueño. Porque si no termina en la locura de sentirse perdido en el silencio cósmico de un espacio infinito. «Ninguna alteración de su estructura -dice Bartolomeo en su carta- puede encubrir, deformar, o suprimir el mensaje jubiloso, que emana de su interior, el cual ha sido acertadamente descrito como una representación arquitectónica de la doctrina calcedoniana, conduciendo a la fe hacia el misterio eterno de la Divina Encarnación, hacia la unidad y el abrazo con los otros, dentro de la persona del Verbo, de su naturaleza humana y divina, inconfundiblemente, inmutablemente, indivisiblemente, inseparablemente". Lean estos cuatro adverbios de modo, enlazados, continuados, solo separados por una coma. Es un lenguaje de una deslumbrante belleza. Esto no se conoce, ni se utiliza aquí, ni ahora.

Dos veces he estado en mi vida en la actual Estambul. Y varias veces en Santa Sofía. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y siempre que haya alcanzado la condición de humana - cosa que no ocurre a todos los bípedos semovientes más o menos humanoides en estos tiempos del cólera - no puede sino sentirse sobrecogido, empequeñecido, asombrado, aturdido, casi acongojado, cuando accede al interior de aquel recinto. La belleza de sus mosaicos compuestos de cientos de miles de teselas de oro, cuarzo, jaspe, pórfido, ágata y lapislázuli solamente es comparable a la inmensidad de la cúpula. Cuenta la leyenda que el día de su consagración, los arquitectos del edificio habían construido una falsa columna central que parecía sujetar aquella gigantesca bóveda. Cuando Justiniano entró en el templo, a una señal de sus autores los operarios derribaron la falsa columna y el emperador y la corte huyeron despavoridos ante la convicción de que aquello los sepultaría para siempre bajo el peso del misterio de su inmutabilidad.

Utiliza el Patriarca términos absolutamente etéreos, como «durante quinientos años los musulmanes han rezado dentro de una iglesia cristiana, un éter cristiano, rodeados por imágenes sagradas que gritaban desde debajo de su tosco encubrimiento». Y lo de menos en este momento, en mi opinión, es el hecho de ser cristianas las imágenes. Aunque lógicamente para Bartolomeo es lo único trascendente. Pero también hay que mirar a la errónea utilización de un recinto, sea cual sea la religión. O la imposible adaptación de cosas que han sido creadas para un fin a otro distinto y opuesto. Esa es la raíz del termino sacrilegio, que se puede adaptar y emplear en la vida diaria. La constante profanación de lo que para muchos es sagrado es intolerable. Y ahora me refiero a la vida diaria laica y mundana. La brutalidad, la zafiedad circundante, la desidia y negligencia respecto a todo lo que no tenga un valor económico, el vestir y saludar de cualquier forma, el comer, andar, copular y vivir como los animales, por mucho que se les quiera y casi se les admire en su bestialidad - porque no otra cosa son, sino bestias bellísimas, pero seres irracionales de los que nos separa, al menos a muchos, la inteligencia y, para los creyentes, el alma -resultan absolutamente inadmisibles. Insoportables. Durante los meses del confinamiento asistí a una tele conferencia impartida por uno de los conservadores del Museo Nacional del Prado - no recuerdo exactamente quién - sobre las normas de comportamiento en la corte de Felipe IV, el Rey Planeta. Lo recordaba el pasado día 12 de octubre, Día de la Hispanidad, aunque fastidie, y todavía Fiesta Nacional de España, aunque jorobe, contemplando los atuendos increíbles y las groseras formas del llamado gobierno. He de confesar que seguramente el grandísimo Borges redujo considerablemente el campo de acción al referirse únicamente a los argentinos. Cuando le preguntaron su opinión acerca del evolucionismo, contestó tranquilamente con aquella deslumbrante inteligencia que atesoraba: «Naturalmente que creo que el hombre desciende del mono. Excepto los argentinos, que van hacia él». Ya todos somos argentinos en ese sentido y pronto puede ser que Charlton Heston encuentre la Puerta de Alcalá semi hundida en una playa, como una roca desierta.