En diciembre del año pasado la sección Mirando Atrás publicaba un reportaje doble sobre el trabajo del académico de la Historia Francisco Cabrera, sobre las defensas costeras de Málaga y provincia desde el año 1700 hasta 1810, es decir desde que estalla la Guerra de Sucesión hasta la marcha de los soldados de Napoleón.

El trabajo, que obtuvo el IV Premio Julián Sesmero Ruiz de Investigación Histórica, se titula ‘Málaga, la ciudad apetecida. La defensa de su mar y de sus costas (1700-1810)’ y ha sido editado por el Ayuntamiento de Alhaurín de la Torre, que convoca el galardón.

Volvemos a él en esta sección porque el trabajo, que en muchas partes está escrito con la tensión narrativa de una novela, sin abandonar la perspectiva histórica, ofrece evidencias que en parte nos explicarían algo que sigue intrigando a muchos malagueños: la escasez de títulos nobiliarios en nuestra ciudad y de paisanos nacidos en Málaga que emprendieran negocios como hicieron los riojanos, ingleses, franceses o alemanes.

El completo y ameno trabajo de Francisco Cabrera deja constancia de la zozobra en la que vivió Málaga, por su importante emplazamiento frente a los presidios o enclaves españoles en el Norte de África y muy cerca del Estrecho de Gibraltar.

Tan estratégico lugar le dejó, durante siglos, a merced de los muchos piratas que tenían en el Norte de África su centro de operaciones, sin olvidar a los corsarios ni la amenazante aparición en el horizonte de barcos franceses, ingleses u holandeses, barcos enemigos según girara la cambiante política internacional.

Y a todo esto, en una ciudad con unas murallas árabes que daban vergüenza y un sistema defensivo irrisorio, lo que hacía que toda Málaga se revolucionara cada vez que se avistaban velas no reconocibles en la bahía, momento en que se organizaba la apresurada defensa de la ciudad; se hacían planes para alojar a la población en la Alcazaba; las monjas de clausura pedían abandonar Málaga y la plata buscaba refugio fuera de nuestras vetustas murallas.

Si a esto unimos la toma de la vecina Gibraltar por los ingleses, que confirmó los peores temores y la llegada de barcos enemigos en la temporada de más actividad comercial en el puerto. Si a la inseguridad sumamos las cíclicas epidemias que mermaron seriamente la población, ya me dirán cuántos comerciantes malagueños tenían ánimo, salud y capital suficiente para desarrollarse a gran escala y cuántos nobles preferían una casona en Málaga frente a otra tierra adentro, en sitios más seguros, libres de posibles secuestros o bombardeos enemigos.

El libro, por lo demás, es una delicia llena de planos, grabados y pinturas únicas (atención a los proyectos de una plaza de toros delante de las Atarazanas o a las increíbles vistas de la Málaga amurallada en 1785, una año antes de que se acordara su derribo). En resumen, una obra merecidamente premiada.