Dos nazarenos con túnicas moradas y uno de negro. El terciopelo parece recién llegado de Francia, tal es la elegancia de su caída y el tono plateado de sus reflejos. Hieráticos e inmóviles en la esbeltez de sus altos capirotes permanecen con las manos a la espalda, sosteniendo bastones de mando y una campana de llamadas. Detrás los blancos caballos del escuadrón de la Guardia Civil en traje de gran gala, piafan con aire de nobleza. Detenidos en la entrada sur de calle Larios, a la espera de tener expedito el recorrido hasta la tribuna de la plaza de la Constitución -que ha vuelto a ocupar su lugar y orientación de toda la vida, después de un año de desorientación y dos de ausencia por la peste china- componen la soñada escenografía del director artístico de la Scala de Milan, que un año lloró conmigo, no solo de emoción ante la belleza, sino también ante la imposibilidad de crear algo semejante en su amado teatro. La comitiva se pone lentamente en marcha. Los cascos de los caballos suenan y resuenan contra el pavimento de mármol y parecen levantar ecos en su acompasado choque. El cascabeleo del plato de caracoles, que diría Picasso. La Cruz Guía va flanqueada por jóvenes varones con dalmáticas, que parecen la ensoñación de los servidores del emperador en la corte bizantina. A una señal, las fanfarrias de la trompetería anuncian la entrada de la Expiración en calle Larios a las doce de la noche del miércoles santo de 2022. La pesadilla ha terminado. Esta es la España eterna, que regresa después de un tiempo de silencio, en el que llegamos a pensar en nuestra ignorancia que las puertas del infierno iban a prevalecer sobre ella.

Hay que tener mucha imaginación, una gran sensibilidad, un exquisito buen gusto, una serena elegancia y más valor que un torero -uno cualquiera, da igual, el que sea, cualquier torero es un héroe- para atreverse a concebir una obra de arte como el trono del Cristo de la Expiración en la Málaga, pobre, destruida y obligatoriamente inculta de los años cuarenta. Y hacer una obra así en esos momentos no era ninguna idiotez sino una brillante locura. Y no era ninguna injusticia, sino una santa justicia. Y no era ninguna falta de caridad, sino trasladar a los que tanto sufrían un trocito de cielo, un reflejo de la gloria celestial, que les espera por ser los más amados entre los amados. Y como tantas otras veces ha ocurrido en la Historia, con mayúscula, hace falta que coincidan dos personas, un soñador para un pueblo y un artista que roce los dedos del Creador, para que el deseo se convierta en realidad gozosa y gloriosa. Esas dos personas fueron Enrique Navarro Torres y Felix Granda.

Romper una tradición barroca de siglos con un trono, que sin empacho, ni pudor, algunos en su ignorancia tacharon de «un cajón», con una arquitectura- porque no otra cosa es el trono que pasa ante nuestros ojos emocionados, sino arquitectura orfebre- puramente renacentista, que en su perfecta simetría de líneas rectas y ábside curvo frontal podría haber sido diseñado por Vitrubio, aplicando el canon humano, que después recogería Leonardo da Vinci, haciendo realidad su triada de belleza, firmeza y funcionalidad. La plasmación de la planta de la basílica romana del Fanum, lugar sagrado, santuario de la divinidad, la basílica romana, que primero fue lugar de juicios, de transacciones comerciales, de aprendizaje y enseñanza, casi como el ágora griega, y que se convierte con la instauración del cristianismo como religión oficial del Imperio en la planta de las edificaciones religiosas y veinte siglos después en el modelo del arca de la alianza, del trono que porta al Pantocrátor crucificado. Fíjense en el rostro exangüe del Señor. Es el rostro dolorido de un Cristo bizantino, pero es, sobre todo y exactamente, el rostro del Nazareno del Paso, las dos imágenes que llegaron a Málaga de la mano de Benlliure y que, obviamente, representan dos momentos sucesivos de la Pasión. Despojado, desnudo, humillado, lacerado, azotado y clavado en una cruz de conteras de oro, con los ojos de los moribundos, los mismos ojos que hemos visto en el rostro de las personas que más queríamos, en el último instante, cuando antes de expirar, vuelven su mirada al cielo que les espera. Con dolores y con esperanza.

Miramos y remiramos la obra de arte perfecta en su armonía, en su elegancia, en sus proporciones y en su simetría. Una obra de arte que es pura matemática, como la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach. En ambas, cada cosa está exactamente dónde y cómo mandan los cánones, nada hay que desentone, la caoba, el bronce y la plata se ensamblan y armonizan de forma perfecta en el que, sin duda, es el mejor trono que procesiona en las semanas santas de España. Granda estudiaba personalmente, con su carga intelectual, cultural y teológica a cuestas, cada proyecto, cada diseño, cada sueño y transmitía todo un programa iconográfico a sus colaboradores y ayudantes en un trabajo de amor y pedagogía. Y consultaba y estudiaba a Sorolla y a Cecilio Pla y a Gaudí y sobre todo, estudiaba por toda Europa, las ruinas arqueológicas, los restos del pasado, en una labor de investigación, similar a Piranesi, o a William Morris. Esa es la inmensidad de esta obra. Porque aquí está contenida toda la historia del arte: los frisos griegos, Roma, Bizancio, Venecia, el Renacimiento, hasta la Secesión vienesa. Y de pronto surge la luz, salta la chispa desde el fondo del cerebro, desde lo hondo del recuerdo permanente: aquí están «las puertas del Paraíso» del Baptisterio de la Catedral de Florencia, así bautizadas por Miguel Angel, las puertas que hizo Ghiberti. Comparad estos tondos de bronce que parecen áureos con las cartelas de cada una de las puertas, son la misma idea que proclaman niños con cabezas de carnero como símbolos de redención y sacrificio, sibilas, patriarcas, evangelistas, padres de la Iglesia: abrid paso a la entrada al trono del Altísimo. Y a los pies, el arca con la tierra de los muertos, que en esta nación convulsa, agitada, crispada, enferma y tensa, debería servir de ejemplo, de llamada de atención, de lo que no puede repetirse. De toque de silencio y reflexión.

Y después la Teotocós de los ortodoxos en su sueño barroco argénteo, con el palio que al moverse produce el sonido celestial de la plata chocando en un crujido armonioso y el manto en eterno oro, con la caída más elegante, más abandonada en sí misma, en sus pliegues que asemejan sedas orientales, carente por completo de pesadez, estiramiento, o rigidez. Un manto que cae como Dios manda que caiga el manto de su madre.

Los cinco sentidos están alertas. Huele a rosas y nubes de incienso ascienden a las alturas. «El Señor dijo a Moisés: Procúrate aromas: resina, ámbar, gálbano e incienso puro, en partes iguales. Harás con ellos un incienso perfumado, trabajo de perfumista, sagrado, puro y santo. Pulverizarás una parte y lo pondrás delante del testimonio, en la tienda de la reunión, donde yo me encontraré contigo. Será para vosotros cosa santísima. No haréis para vosotros un perfume semejante a este: será para vosotros cosa consagrada al Señor» (Éxodo, 30,34). Una liturgia que se repite década tras década y así debe seguir. Nada hay que cambiar. Solo importa mantener la perfección. Seguir el mandato bíblico, las normas de los maestros del canon y el ejemplo de Granda. Conservar y aplicar las reglas establecidas, que deben seguir siendo las mismas. Noli me tangere. Suenan broncíneos en el silencio dos golpes de campana. Después uno solo. Yérguense los cuerpos, alzánse los hombros exhaustos y elévase hacia las alturas el altar del sacrificio del Cordero Místico en el momento de su Expiración.

El año próximo se conmemoran cien años de la creación de la Agrupación de Cofradías. Y se barajan posibles fórmulas de celebración que puedan armonizarse con el cumplimiento de las confusas normas sanitarias establecidas, derogadas, modificadas, vueltas a establecer y en este plan. Creo que nada de lo que se haga va a conciliar lo imposible. No hagan nada, no celebren nada, no remeden, no finjan. No hay nada que celebrar, aguanten impasibles su fervor, refrenen su ilusión y esperen en silencio contenido a que haya algo que celebrar, antes de que la celebración de la conmemoración vaya a parecer uno de esos almuerzos posteriores a un entierro. Ya llegará el día de celebrar, quizás antes de lo que pensamos. Con las cofradías, las imágenes y las gentes en las calles, porque no debemos olvidar que la Semana Santa tiene su origen en la Contrarreforma, en sacar el misterio al aire libre frente al vacío luterano. Por mucho que se empeñen, sin imágenes entre el pueblo no hay celebración posible. Otra cosa sería montar una gran exposición. Pero mixtificaciones y experimentos fallidos, pienso que no son deseables, ni convenientes, porque además, ya sabemos que las armas las carga el diablo, según el infalible refranero.

Altas y doradas por el viento de poniente se alzan al azul las torres truncadas de la Catedral en el atardecer de otoño. Los bellísimos cubillos. Al azar hago unas cuantas fotos con el móvil. Cuando llego a casa y las vuelvo a mirar y recomponer, compruebo con sorpresa que es posible que estemos equivocados. Es posible que Felix Granda no se inspirara en las «Puertas del Paraíso» de Florencia. Es posible que la inspiración estuviera mucho más cerca, aquí mismo, y llevemos décadas sin caer en la cuenta. Es posible que la inspiración le llegara de nuestra inacabada iglesia mayor renacentista, de planta romana y capiteles corintios. Es posible que el frontal del trono de la Expiración no sea más que el recuerdo de uno de los cubillos de la Catedral de la Ciudad del Paraíso.