La pandemia del coronavirus ha alterado rutinas, vidas , economías y la salud mental de muchas personas. Una revolución que, como ya pasó en el 1918 con la «mal llamada gripe española», acarrea consecuencias físicas y psicológicas. Unas secuelas que padecen, en especial, los niños.

La población infantil sufre esta situación de alerta sanitaria con valentía y demuestra adaptarse a todas las situaciones. Muchos especialistas alertan de la factura psicológica que tendrán estas generaciones. No solo estuvieron encerrados en casa dos meses y un trimestre sin colegio, muchos están separados de sus amigos en clase y otros no pudieron despedirse de sus seres queridos, sobre todo, de los abuelos, una figura indispensable para todo niño.

La psicóloga Lorena Oberlin explica que «la muerte para un menor es igual que para un adulto o un adolescente: algo que no se puede representar. Sabemos que las personas mueren porque ocurre en nuestro entorno, pero ningún sujeto vive habiendo experimentado la muerte real».

El óbito es una realidad que se entremezcla con la vida y «no queda más remedio que intentar acotarla, nombrarla, imaginarla... Los niños no son ajenos a esta lógica. Tampoco ellos saben lo que es la muerte, pero tendrán que construir una ficción allí donde no hay más que un gran enigma», aclara Oberlin.

Un rompecabezas para muchos padres es cómo comunicar el fallecimiento. La especialista recomienda decir lo fundamental: «Que esa persona ha muerto, evitando mentiras. Lo importante será no contar detalles innecesarios para que el dolor no se deslice hacia el dramatismo o la morbosidad». También se podrá tener en cuenta el universo simbólico del niño para comunicar esa falta y, en función de la edad que tenga, poder decirlo con algunas de las palabras que él usa para nombrar sus intereses o vivencias. Oberlin sugiere «poder transmitir también la tristeza de la persona que lo comunica si esta está afectada». Nadie es inmune a la muerte de un ser querido.

Una vez notificado el deceso, la etapa que sigue es la del duelo. Con preguntas como: ¿Qué significa morir?, ¿Qué pasará con el ser querido? o ¿Qué le ocurrirá al niño? Son cuestiones «absolutamente pertinentes porque cuando se pierde a alguien que se ama, no solo aparece la pena por ese ser querido que ya no volverá, también el dolor por haber perdido el lugar especial que se tenía en quién murió». ¿Quién debe contestar tales interrogantes? «Deben encontrar un adulto que pueda dar algún tipo de respuesta, la que sea, pero que entre las dos partes pueda nombrarse la pérdida que se produce», explica Lorena Oberlin.

Una de las situaciones que puede encontrarse un menor en casa es el abatimiento de los adultos por lo ocurrido, algo que puede dejar a la muerte rodeada de un «silencio traumatizante».

En este tiempo entran en juego las fases del duelo, «un trabajo que puede suponer un tiempo variable en cada persona y puede ocupar a un niño durante meses, más de un año, inclusive», destaca la especialista.

Las conductas que pueden mostrar los pequeños son tristeza, falta de interés o de apetito, así como dificultades para dormir, «bien por un estado de alerta que les impide conciliar el sueño o por la producción de sueños o pesadillas que involucren a la persona que ha fallecido. Efectos que indican el enorme trabajo psíquico en el que está envuelto el niño para convertir ese sufrimiento en algo soportable».