La mañana empezó con los olores a fresa y pino de los productos de limpieza que las limpiadoras de edificios públicos y privados utilizaban en el fregado de escaleras, pasillos, ascensores, entradas y zaguanes. Ya en la calle, los primeros olores del día rivalizaban con los que emanaban de los contenedores grises de las basuras sin tapar porque el 65 por ciento de los usuarios no se molestaba en sellar las bolsas en las que se iban pudriendo los restos de los alimentos no consumidos y las mondas de frutas y verduras, y con el reguero que los camiones de la recogida iban dejando a su paso por la vía.

Al cambiar de calle y transitar por el bulevar el olor a azahar de los naranjos en flor inundó el ambiente para regalo de las glándulas pituitarias, interrumpido por el tufo de las meadas de los gatos y excrementos de los perros. Siguiendo la andadura matutina, otros aromas más reconfortantes salían de los bares y cafeterías que iniciaban su quehacer diario. El olor a café, mantequilla, churros, cruasanes a la plancha y otras viandas se impusieron sobre los demás olores que dominaban el espacio callejero.

Los cierres metálicos de los comercios fueron elevándose lentamente y cada uno de ellos, por las características de su función, fueron expandiendo sus olores. Una barahúnda de fragancias, como la laca de las peluquerías de señoras, y el Varón Dandy y la colonia Álvarez Gómez de las peluquerías de caballeros; el bacalao seco y quesos de las tiendas de ultramarinos; el pan recién horneado de las panaderías; el revoltillo de perfumes, cremas, colonias, coloretes y maquillajes de las perfumerías; el añejo de los toneles de vino a granel de las bodegas; el inconfundible olor de las farmacias y el mitigado bienoliente de las floristerías porque ya apenas huelen las flores de siempre, salvo el de los nardos que por su fuerte efluvio elimina el de las demás flores.

El sol sale para todos, menos para los noruegos y finlandeses. Los inclementes rayos solares avivaban el inconfundible hedor de las madreviejas, casi todas cegadas con hojas desprendidas de los árboles de hoja caduca, plásticos de bolsas y envoltorios de toda calaña y que provocarían riadas de las primeras lluvias otoñales.

A medida que pasaban las horas, las mil tabernas del dicho malagueño referido al escaso número de librerías y excesivo de tascas, se iniciaba un nuevo ciclo de olores: las gambas a la plancha, los aros de calamar fritos, los pescaditos de la bahía... se adueñaron del medio ambiente.

En puntos concretos de la ciudad, a media mañana, se imponía la sinfonía de los olores característicos de los mercados de abasto. De las distintas naves - frutas y verduras, hortalizas, carnes, pescados, fiambres, y embutidos - se iban desprendiendo los olores característicos de cada producto, como cebollas, ajos, melocotones de Calanda, gambas arroceras y de las otras, lenguados, pescaditos fritos de los bares existentes en el interior del mercado, chinos y japoneses haciendo fotos del gran viral que llama la atención por su colorido y tamaño, turistas alemanes y de otras procedencias contemplando los precios de la fruta y comprobando que las fresas se venden a uno o dos euros el kilo y manzanas y peras a un euro y que hay ofertas de dos kilos a precio más reducido, aceitunas y aguacates, mientras en su país cuestan el doble o el triple.

En los alrededores de los colegios públicos o privados, se mezclan el griterío escolar de las oleadas de estudiantes, con el de las chucherías al uso, como los chicles, las grasientas tortas, los palitos de manzana caramelizada y otras chucherías con certificados de próxima obesidad y subida del colesterol. Al llegar a la Prolongación de la Alameda, donde antes se concentraban calles estrechas y no ventiladas como Cerrojo, Almansa, Callejones y otras vías percheleras con ya olvidados corralones típicos y malolientes y que los más viejos de la localidad añoraban, los olores procedentes del hervor de coles y coliflores, los váteres atorados de uso comunitario, la roña de las pringosas aceras..., toda una mescolanza que la modernidad hizo desaparecer. Ni los perros amaestrados por la Guardia Civil y la Policía Nacional eran capaces de detectar una por una la procedencia de la peste.

Y como colofón de todo lo reseñado, el vinazo de las tabernuchas, con sus vinos peleones y las tapas de bacalaíllas asadas en las parrillas de un anafe. Ahora, en la Prolongación, se olía el diésel de los autobuses urbanos, de los camiones de la recogida de residuos y alguno procedente de las estancadas aguas del Guadalmedina. Los coches eléctricos que circulaban en uno y otro sentido no dejaban huellas oliscas porque los kilovatios no huelen.

En las playas, los hombres, las mujeres, los niños y los turistas, antes de extender una toalla en la arena para tomar el sol de cúbito supino y de cúbito prono, se embardunaban de crema Nivea y otras lociones y leches protectoras para evitar enrojecerse como los salmonetes. La playa no olía a agua de mar; olía a Nivea. De los chiringuitos y barcas varadas se expandían los olores de los fritos y la humarada de los espetones de sardinas que despertaban el deseo de consumir. Los mayores echaba de menos las papas fritas en cartucho de papel de estraza que se vendían cuando se usaban traje de baño de cuerpo entero y los bikinis solamente se veían en la fotografías de las revistas extranjeras. Ya no había bañeros que enseñaban a nadar, sustituidos por socorristas uniformados.

Otros olores que se extendían por la playa correspondían a la mescolanza emanado de las patatas fritas, palomitas de maíz fritas en un aceite de desconocida procedencia...

En las cafeterías, finalizada la fase de los aperitivos y platos combinados, dieron paso a la fase de la merienda, sobresaliendo el aroma de los tejeringos impregnados en chocolate.

A la caída de la tarde, con las luces de bombillas LED de bajo consumo (la palabra LED todavía no está recogida en el diccionario de la lengua española) el centro de la ciudad se vio premiado por el frescor de los jazmines ensartados en las biznagas.

De las salas de baile o salas de fiesta, al estridente a la música de moda, se unían de forma indiscriminada los olores de desodorantes de todas las marcas y perfumes.

De madrugada, sobre todo los fines de semana, diversas calles de la ciudad se inundaban de otros desagradables olores procedentes de las vomiteras y meadas de los jóvenes de uno y otro sexo que volvían a sus hogares después del botellón de turno.

A la mañana siguiente, a la misma hora que el día precedente, de nuevo empezaron los olores a fresa y pino de la rutina diaria, el café con churros, los cruasanes y mantequilla... Los camiones de la recogida volvían de forma ruidosa y maloliente a recordar su deber de recoger lo que los ciudadanos se encargan cada día de recordar lo puercos que son al no cumplir con el primero.

La noria de los olores sigue dando vueltas y se repite hasta el día siguiente con ligeros cambios los domingos y festivos, y en Málaga, de forma excepcional, la Semana Santa, en que sus procesiones se adueñan de todos los olores en las calles.

Entonces huele a Semana Santa, con el incienso y la cera como única fuente de olores.