Ascenso y descenso por la alpina calle Ragunda
Una nebulosa abadesa benedictina da nombre a esta calle de Pedregalejo, una de las pocas con verdadero carácter alpino en nuestra ciudad
La preciosa y exótica calle Ragunda, en Pedregalejo, tiene detrás un curiosísimo laberinto histórico. El nombre puede hacer referencia a un pueblecito sueco de idéntico nombre, pero en realidad, informa el callejero municipal, recuerda a una religiosa que vivió en Málaga. En qué época lo hizo ya es otra historia.
Así, el famoso Francisco Guillén Robles, el autor de 'Málaga musulmana', la sitúa durante el periodo musulmán, «si hubiéramos de creer a Hauberto», aclara.
¿Y qué problema hay con el tal Hauberto?, pues que en teoría fue un monje benedictino del siglo IX, autor de un ´cronicón' que sería tan certero como un duro de seis pesetas. El motivo: el auténtico autor del cronicón de Hauberto fue un personaje del siglo XVII, el clérigo Antonio de Lupián, famoso por su pericia a la hora de falsificar documentos.
Más plausible es situar en nuestra ciudad a Ragunda, abadesa benedictina, antes de la llegada de los musulmanes, en concreto en el siglo VI, como hermana del obispo Severo, quien dedicó a su hermana un libro sobre la virginidad.
Despejado (algo) el nebuloso panorama de la mujer detrás de la calle, hay que decir que la calle Ragunda es una de las pocas calles ´alpinas' de Málaga, como la todavía más imponente que comunica el paseo de Sancha con el Camino del Monte (Sancha) y que no tiene nombre.
La calle alpina de Pedregalejo cuenta con cien escalones, sea o no casualidad y en ella vivió un querido personaje, Pedrito el practicante, quien a su muerte, hace cerca de un cuarto siglo, el Ayuntamiento le dedicó una calle: Practicante Pedro Román, junto al mercado de Pedregalejo y el arroyo de los Pilones.
Este ascenso alpino está dividido en dos tramos, separados por la calle Conde de Gálvez, el título que se ganó el estadista de Macharaviaya Bernardo de Gálvez, hoy homenajeado junto a su familia en el grupo escultórico junto a la estación de tren.
Más que la subida, lo que depara preciosas vistas del barrio, con el mar de fondo, es la bajada, además de la sensación de estar en algún escenario descrito por Benito Pérez Galdós en algunos de sus episodios nacionales.
Porque en esta calle sobrevive un modelo de farola que vaya usted a saber si no se puso hace 60 años, nada que ver con los sosos pirulos de la Alameda Principal. Eso sí, para ver el mar habrá que abstraerse del mar de cables y postes que como jarcias y mástiles de un barco buscan las aguas del Mar de Alborán. La calle de esta remotísima abadesa está llena de encanto y además ayuda a bajar los kilos de más de estas fiestas.
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