Memorias de Málaga

De cartonero a fontanero

El relato de hoy, salpicado de palabras y expresiones del vocabulario popular malagueño, narra las aventuras del cartonero Francisco, quien como indica el título cambió

de profesión, por azares de la vida

Foto de archivo de un cartonero malagueño.

Foto de archivo de un cartonero malagueño. / Guillermo Jiménez Smerdou

Guillermo Jiménez Smerdou

El Cartonero, después de la baqueta (caminata) diaria, llegó descuajaringao (cansado) a su vivienda. Lo primero que hizo fue largarse (beber) un latigazo (vaso de vino), un pintao (mezcla de vino blanco con tinto) y espatarrarse en la mecedora que había heredado del abuelo de su jembra (mujer, esposa…) que había servido en la guerra de Cuba y que cuando le dejaban meter baza contaba historias que nadie creía.

El Cartonero, que en el carné de identidad se llamaba Francisco, en una de sus muchas penurias se dedicó a recoger cartones a las puertas de los comercios, mercancía que le compraba un trapero que estaba por la calle Ollerías. Pero el negocio se escasifolló (se jodió) porque al instalarse los contenedores azules en la ciudad, los cartones pasaron a ser propiedad del municipio, y los municipales perseguían a los cartoneros, que tuvieron que agenciarse (buscarse) un nuevo curro (trabajo).

Ahora, cuando tenía ganas -no siempre- se iba por los solares abandonados y sin vallar donde afanaba aquello que tuviera salida. Entre viejas lavadoras, teteras desportilladas, marcos con fotografías de matrimonios que estarían criando malvas en el batatá (cementerio de San Rafael de Málaga), cachivaches inservibles, sillas de anea sin anea, escupideras y orinales, inodoros y otras porquerías, encontraba espejos en buen uso, molinillos de café, floreros, botijos y otros chirimbolos que después, en su casa, con la ayuda de asperón y una soguilla (estropajo elaborado con esparto) los dejaba níquel (brillante) y vendía en los anticuarios y casas de pobres que tenían los chineros más vacíos que el ojo de un tuerto.

Como la parienta no había llegado todavía porque estaría, según costumbre, dándole a la lengua (hablando) con otras vecinas, el Cartonero aprovechaba la ausencia para echarse una canóniga (breve siesta antes de comer).

Enchufó el arradio pa sentir (oír) las noticias y de paso, desde su lugar de descanso, enguispar (observar) a la marmota que atendía a don Basilio en la casa de enfrente, que colgaba en el tendedero el jaique (albornoz) blanco del señorito que, dicho sea de paso, tenía un ramalazo que no podía ocultar.

La morenaza, que era oriunda del pueblo de la serranía, tenía un muslamen de campeonato que le alegraba la espera.

Cuando al Cartonero se le acababa la guita (dinero) y su mujer le cantaba las cuarenta, tildándolo de vago, aceptaba algún chapuz. Se había criado como muchos jóvenes de la ciudad en zonas marginadas olvidadas de Dios. Aprendió a leer y escribir con más faltas de ortografía que los autores de mensajes a través de los móviles y se ganó la vida haciendo de todo; pero mal. Puso ladrillos, empujó carritos con mezcla, acarreó sacos de cemento, encaló casas en el barrio, vendió pañuelos en los semáforos, se puso una gorrilla para aparcar coches, repartió por buzones propaganda de los supermercados y se arrejuntó (amancebó) con la Eufemia, una mujer mu apañá (dispuesta) pero que con el tiempo se fue maleando (estropeando) y, de ser servidora de su hombre se espabiló y lo puso más tieso que un soldado de la Legión el Jueves Santo en la procesión del Cristo de Mena.

De cartonero a fontanero

Calle Salitre / Gregorio Marrero

La Eufemia, conocida por Femia a secas, se metió en un club feminista y dejó de ser la sumisa de toda la vida, pero respetándolo porque su hombre, en el fondo, era buena persona. Todavía no se había percatado de su afición por contemplar desde la mecedora las pantorras de la cuidadora de don Basilio que, dicho sea de paso, salía a la calle mu escamondao (limpio, arreglado), hecho un figurín.

La cosa se echó a perder el día que la Eufemia llegó antes de la hora prevista y lo cazó mordiendo (observando) a la vecina que en esos momentos colocaba en el tendero unos cucos (bragas) de seda rosa, que podían pertenecer a don Basilio o a la interfecta. De entrada le dio una mitra (bofetada) que al ser inesperada por poco lo manda al otro barrio con una chifarrá (herida), que le marcó para los restos, como la que tenía Al Capone en una película que habían echado (proyectado) por la tele hacía mucho tiempo.

Y como complemento al castigo lo dejó sin comida. Pero claro, al día siguiente le dio pena al verlo con la jallulla (hambre) desbordá y le puso un plato de habichuelas blancas con un cacho de morcilla de Ronda que se lo zampó de una sentá (de una vez). Dende (desde) entonces el Cartonero dejó el espectáculo en directo de los tendidos del jaique y cucos de seda de don Basilio, que todos los días se ponía en el coco la loción abrótano macho que era mu güeno (bueno) para conservar el poco pelo que le quedaba y que se lo teñía de rubio y a veces se le iba la mano en el mejunje y le quedaba un rubio platino como el de la Marilyn Monroe.

El gurripato

Un día, cuando el Cartonero enjaretaba un móvil que había tirao a la vera de un contenedor amarillo con viejos mandos a distancia sin pilas, llamaron a la puerta. Él no abría nunca porque ese trabajo correspondía a la mujé, pero como ella había ido a una cosa de mujeres (nunca se metía en berenjanales) ante la insistencia de los golpes no tuvo más güevos (obligación) que acudir a abrir la puerta.

Abrió el portillo para ver quién tenía tanta bulla (prisa) y trompezó (descubrió) con la cara de un gachó que no conocía de nada. Y le preguntó ¿qué pasa, tío? La respuesta fue mu directa, al grano: ¿Está la Eufemia? El Cartonero, antes de responder afirmativa o negativamente a la inesperada demanda, respondió con otra pregunta: ¿y usté quién es? La respuesta fue tan clara como impactante: «Soy su hermano Pepe».

La inesperada noticia hizo mella en el Cartonero, que no tenía conocimiento de tener un cuñao.

Al asegurarse que no se trataba de un tuno (listillo) que venía a venderle algo, lo dejó pasar casi al mismo tiempo del regreso de Eufemia que venía de la plaza (mercado) donde había comprado los avíos del puchero y cuarto y mitad de jureles que estaban de buen precio porque la temporada turística se había acabao y la demanda de pescaítos ya no era tan agobiante.

El reencuentro de los dos hermanos fue, en principio, un tira y afloja por el largo paréntesis. Ella le echó en cara que dende que se fue a Barcelona hacía una pila (montón) de años no le había escrito ni una sola carta, acusación de fácil explicación: «Niña, si yo no sabía a dónde te habías metido».

Los lazos de sangre, pese a la larga ausencia, no se habían escacharrao del todo, y entre los dos hermanos y el Cartonero se estableció una larga tertulia, casi la saga de una familia truncada por los males de la época.

Pepe recordó a su hermana cuando intentó entrar en la Escuela de Especialistas de Aviación, que estaba en la calle Salistre (Salitre). «Sí, los gurripatos», el Cartonero cortó para saber qué era eso de los gurripatos. Al ver la cara de esnortao (despistado) del Cartonero, tuvieron que contarle la existencia en el año de la pera de una escuela que había en la calle Salistre (Salitre) donde se enseñaba para saber arreglar aviones. A los alumnos se les conocía como gurripatos. A él le echaron por torpe y porque la disciplina militar no se había hecho pa él (para él).

Como la cosa estaba mu mal en la Málaga de entonces, se lió la manta a la cabeza y en una maleta de cartón piedra con la cerradura escoñá (estropeada) y atada con una soga se fue a Barcelona a ganarse la vida.

Enumeró todos los trabajos y oficios que desempeñó durante años: fue barrendero, trabajó en Lérida recogiendo peras y manzanas, puso sombrillas y hamacas en las playas de Gerona, cargó sacos en el mercado de XXX… y al final encontró un trabajo en una lampistaría (fontanería), en la que desde hacía tres o cuatro años venía ejerciendo el oficio. Tuvo que aclararle a su hermana y a su marido que en Barcelona un lampista es un fontanero y en Málaga, bombero.

Siguió relatando con detalle sus andares por tres provincias catalanas, sus amoríos y desamores y su decisión de volver a su tierra con un oficio bien aprendido y con posibilidades de encontrar un puesto de trabajo fijo.

En plena narrativa sobre los avatares del gurripato, a su hermana se le escapó: «¡Quiyu, parece que estoy viendo una película de las que echan en Cine Barrio!».

El Cartonero, que no dijo ni mú porque la voz cantante la llevaba su cuñao, cuando creyó que iban a aparecer en la pantalla las imágenes de Sara Montiel, Manolo Escobar, Lina Morgan… le espetó (le lanzó) una pregunta: «Si te va bien por allí, ¿por qué has vuelto?».

El cuñao, el exgurripato, no dudó en responder: Porque estoy hasta los cojones de los catalinos (catalanes) que me hablan en catalán, que en los papeles en vez de José me pongan Josep, que cuando hablo de Gerona me pongan mala cara y me rectifiquen con que es Yirona, que Lérida es Lleida y me vean como un bicho raro.

A partir de entonces, la vida del cartonero se enjaretó porque el cuñao encontró trabajo de fontanero en una empresa que construía casas. Pero, como el recién llegado no tenía precisamente casa, le ofreció que se alojara en la suya a cambio de un alquiler… ingreso que le permitió vivir sin el agobio de tener que salir todos los días por ahí para ganarse el pan nuestro de cada día.