Mis días arinos

Fotos en viejo color

Una fotografía del autor de este artículo tomada por Dorita Guerrero en Aranjuez.

Una fotografía del autor de este artículo tomada por Dorita Guerrero en Aranjuez. / Mariano Vergara

Mariano Vergara

A Dorita Guerrero en el cielo. Aunque algunos amigos, especialmente Nacho Alcalá, han intentado explicarme la razón por la cual las fotos de los años sesenta del pasado siglo han perdido la intensidad de los colores y presentan en la actualidad un aspecto prácticamente tísico, nunca he conseguido comprenderlo, dada mi extraordinaria incapacidad para el conocimiento de la química, lo cual no tiene nada que ver con el daltonismo, ni mucho menos con los hermosos colores sepia de las antiguas fotografías. No, es simplemente que las fotos sesenteras de nuestra adolescencia se han decolorado -o «descolorío» como se dice en esta nuestra tribu- y los intensos colores de aquellos años de brillantes matices se han desvanecido en el tiempo, como nuestras vidas. No así nuestros recuerdos.

Viene todo esto a cuento del rato agradable pero nostálgico que he pasado observando viejas fotos que guardo en una preciosa caja de Tabacos de Filipinas con las iniciales de mi padre incisas en la madera, regalo de la embajadora Pitita Ridruejo, en los años en que aún no se le había aparecido la Virgen y deambulaba, seguida por su diminuto yorkshire llamado ‘Trash’, con el cuello erguido de la cabeza de Nefertiti del Museo de Berlín por los pasillos y salones del actual Hotel Santo Mauro, entonces residencia de los Stialonopoulos, embajadores de la Republica de Filipinas en España. Han pasado ante mis ojos imágenes de recuerdos medio soñados, medio reaparecidos, en esa confusa pero deliciosa mescolanza en que el pasado real se funde con los sueños y crean lo que realmente ocurrió.

Han pasado ante mis ojos retazos de viejo satén, trozos de vida que al cabo de un largo espacio de tiempo tienden a unirse y recomponer el rompecabezas de nuestra vida pasada. Y me he vuelto a contemplar cenando con mi padre los miércoles en la todavía existente ‘La Trainera’ de calle Lagasca, discutiendo con el entonces embajador Santa Cruz ante la corte de San Jaime, con el desparpajo y la audacia que dan los veintitrés años, la juventud y la arrogancia juvenil de quien se sabe en posesión de la verdad eterna de la libertad, ante los ojos atónitos de Tala Marone Borbón y José Carlos Alvarez de Toledo y el oculto orgullo de mi padre ante el espectáculo del potro que se está convirtiendo en un hermoso caballo. Y me veo después en el portal entoldado del Hotel Velázquez, el «hogar» de todos los malagueños cuyas vidas profesionales transcurrían entre Málaga y Madrid, haciendo a mi padre confesiones producto del orujo blanco gallego, que las aceptaba con paciencia y rompía su hieratismo habitual para decirme a su vez algo que nunca olvidaré, «yo solo quiero que seas feliz».

Cruzamos Castilla de abajo a arriba y al revés y de izquierda a derecha y vuelta a empezar en el Mini Cooper de Eduardo Guerrero, con Guillermo, o con Miguel Ángel y siempre con mi adorada, añorada y siempre recordada Dorita, a la que Dios en su infinito egoísmo nos arrebató para sí en la flor de su vida, de la noche a la mañana, como un relámpago, como un amante despechado. Con nieve arrebujados en el abrigo de ocelote que por aquel entonces «una señorita tiene que tener» y ella y yo nos partíamos de risa, mientras Eduardo estaba a punto de llevarnos a un campo de habas, extasiado ante una iglesia románica en El Cubo de la Bureva. Estoy escribiendo y mis sentimientos son una mezcla insólita de emoción y carcajadas, porque nuestra vida entonces era estudiar y los fines de semana viajar por carreteras infernales cruzando el valle del Baztán y el bosque de Irati, por caminos perdidos de las montañas de Navarra para llegar a Biarritz y ver ‘El último tango’ y después ir a misa en Irún solo para oír cantar en eusquera a un coro de hombres recios, sin saber si nos había impresionado más lo uno o lo otro. Toledo a discreción, donde Pepe Caro se enfrentaba a un guía del Hospital Tavera porque decía «Su Excelencia», Salamanca, Ávila, Soria, Teruel, las Hoces del Duratón, Burgo de Osma, Arévalo, Madrigal de las Altas Torres -seguramente el nombre más hermoso de la toponimia española- Burgos y los huevos fritos con morcilla del Landa. Y muchos años después, con Curro y Pepa, haciendo la ribera del Duero desde Aranda hasta Peñafiel, de bodega en bodega, comprando vinos, hasta llegar al Pago de Carraovejas y comer chorizos al fuego acompañados del vino del año con dos viejecitos que resultaron ser los amos del lugar en una cueva, con el frío seco, helado y sano del corazón de Castilla, la engendradora del Imperio y de España.

Pero hay dos viajes de estos de entonces, cuando aún no existían afortunadamente Bali, ni otros paraísos cercanos -al menos para nosotros- que nunca olvidaré, ambos en compañía de Dorita y algunos más. En uno descubrimos una ruta, que yo ya había hecho de otra manera con mis padres, muchos años atrás. Llegamos a la altura del Palacio de Riofrío, esa joya mitad barroca, mitad neoclásica, construida por la gran intrigante Isabel de Farnesio, semi abandonada entonces, que aparece como una mole, semejante al anfiteatro del Djem en el desierto de Túnez, en el altiplano de la meseta superior castellana, en la hermosa y desolada llanura de los rebaños de la Mesta de ovejas merinas, que abastecían de la mejor lana del mundo a las fábricas de paños de Flandes e Inglaterra. Entramos en el enorme coto de caza mayor de las monterías reales, lugar de retiro del Rey Francisco de Asís, que seguramente consolaría allí sus melancolías isabelinas con algún guardia de corps, y de Alfonso XII, después de que a Merceditas «las rosas que había en sus mejillas se le pusieran de porcelana». Contemplamos aquí entonces y ahora la mayor acumulación de gamos, corzos y ciervos de todas las fincas del Patrimonio Nacional, porque nadie caza allí desde que lo hiciera Su Excelencia. Cruzamos la finca, llegamos a Segovia, la de los Comuneros, la del monasterio del Parral, desde el que se contempla la majestuosidad sobria y la grandeza austera del Alcázar, erróneamente comparado con ese monumento al mal gusto que es el Neuschwanstein bávaro, la Segovia de San Juan de la Cruz dando a la caza alcance, cuya espiritualidad y misticismo se palpan y se orean en el viento que cruza los arcos del Acueducto desde hace dos mil años. Salgan de Segovia y vayan hacia Pedraza, la ciudad amurallada con puerta que se cierra de noche, casas solariegas blasonadas, plaza mayor empedrada, estaño y mantas mejores que las mejores del Reino Unido y al fondo el castillo de los Fernández de Velasco, Condestables de Castilla y habitado en las décadas primeras del siglo XX por Ignacio Zuloaga, el vasco pintor de Castilla, el enamorado de la línea horizontal, no hay curvas en Castilla, la que con sus líneas horizontales y verticales inventó el cubismo mucho antes de que se les ocurriera a Picasso y Braque.

Y de aquí, al Versalles español, donde se rodó Nicolás y Alejandra, el Palacio y Real Sitio de la Granja de San Ildefonso, cuyos tejados de pizarra se alzan elegantes con sus estancias rococó y sus salones de porcelana, entre las gigantescas secuoyas , al pie del Guadarrama, junto al bosque de altos pinos de Valsain, y rodeado por el jardín francés con veintiuna fuentes monumentales, entre parterres, estatuas, jarrones de mármol y bronce y sepultura de Felipe V, que como su hijo Fernando VI, que descansa en Santa Bárbara en Madrid, se negaron a ser enterrados en El Escorial. El concepto austriaco del pudridero real era demasiado fuerte para los franceses ilustrados recién llegados a estos reinos del Imperio, que solo se preocupaba por el alma y el entendimiento, creando universidades para los indios de América, que eran tan españoles como los castellanos de piel de sarmiento.

El segundo viaje que permanece vivo en mi memoria conduce a Aranjuez. ¿Te acuerdas, niña? Los dos en tu Seat 127 entrando en los jardines de la Isla en Aranjuez, en la explosión de la primavera, cantando a grito pelado «una dalia cuidaba Sevilla en el parque de los Montpensier», haciendo coro a doña Concha Piquer en el casete y después paseando lentamente hasta el embarcadero de las falúas reales en el canal del Tajo, mientras yo te contaba las naumaquias y fiestas que allí se habían celebrado entre antorchas y fuegos artificiales, especulando si habría cantado allí alguna vez Farinelli, escuchando en sueños la música de Boccherini, en medio de la belleza de los jardines a la caída de la tarde azul, casi oyendo las pisadas de Godoy sobre la gravilla de los caminos por los que llegaría el pueblo soberano a exigir su destitución, o su cabeza. Al poco tiempo, te fuiste para siempre. Aunque sigues presente.

Mientras escribo oigo la música barroca española, que algunos creen inglesa, del «español» Boccherini, La Música Notturna delle Strade di Madrid, y pienso en el pasado presente en la mente y el corazón y en el presente que ojalá pronto sea pasado. Ustedes pueden seguir hablando de Memoria Histórica, derribando cruces, conspirando contra la Corona, arruinando el país, malgastando el tiempo y el dinero, mientras la peste avanza, acercando asesinos a las cárceles vecinas a los lugares de los crímenes, vacunándose a escondidas, robando abiertamente, pueden ustedes hacer lo que quieran, porque son la máquina de picar carne que el pueblo soberano ha elegido en las urnas. O no. En estos momentos y hace ya muchos meses soy un ser libre y sin miedo al que podrán quitarle todo, menos una cosa: mi memoria histórica particular, mis días de vino y rosas, mis recuerdos. Eso es imposible que me lo roben. Y la belleza donde anida es en los recuerdos. Y los míos están frescos como si fueran de ayer y vivos como la inapagable luz del sol de la mañana.