Memorias de Málaga
Los cafres y sus desmanes
En el mundo hay dos clases de cafres, los de la antigua Cafrería y los que la RAE define como bárbaros, crueles y zafios y que en Málaga hacen de las suyas, con el destrozo de la ciudad como entretenimiento

La iglesia de Santiago, llena de pintadas en una foto de 2019. / A. V.
Guillermo Jiménez Smerdou
En el mundo hay dos clases de cafres: los habitantes de Cafrería, que fue una colonia británica en África del Sur entre 1835 y 1866 (British Kaffraria) y cuyo gentilicio es cafre, y los cafres que proliferan por muchas ciudades y pueblos de España y que la RAE define como bárbaros, crueles y zafios.
En Málaga tenemos cafres nacidos y criados en Málaga como los buenos vinos y que a los epítetos señalados por la ilustre Academia Española se puede unir una jartá de sinónimos, como los que el redactor de este periódico Alfonso Vázquez, en su sección Crónicas de la Ciudad, utiliza con frecuencia para condenar a los gamberros, inciviles, maleducados, vándalos, descerebrados, homínidos, mastuerzos, garrulos, bípedos… a los que agrego a los homúnculos, que eran unos extraños seres que nacían por las espaldas de los hombres según una película japonesa que vi en una de las ediciones de la Semana de Cine de Autor de Benalmádena de no me acuerdo qué año. Los cafres que van a sus anchas por las calles de Málaga tienen como entretenimiento (’hobby’, dicen los ingleses) destrozar todo lo que les viene en gana. Hay que ser cafre, por ejemplo, para pintorrear el exterior de la iglesia de Santiago nada más finalizadas las obras de restauración.

Un trabajador municipal repone el clavel arrancado a la figura femenina del monumento a Arturo Reyes, en 2009. / L. O.
Los cafres malagueños en solitario o formando tribu son tenaces en sus desmanes y atentados contra el mobiliario urbano; cuando no desmontan una papelera y la arrojan al suelo, y si es en la calzada reservada a los vehículos, mejor, se asientan en uno de los parques infantiles repartidos por los distintos distritos de la capital para hacer toda clase de fechorías, como romper los columpios, dañar los bancos y otras iniciativas para que los niños no puedan gozar de algo tan atractivo para ellos como columpiarse, deslizarse por un tobogán y jugar a la pelota sin molestar a nadie.
Otra de las acciones delictivas de esos descerebrados se centra en los monumentos, como la estatua de Picasso en la plaza de la Merced, a la que en más de una ocasión le han cercenado el pincel que forma parte del conjunto, o cortado la cabeza o una mano a la figura femenina que evoca la protagonista de la novela ‘La Goletera’ de Arturo Reyes a la entrada del Parque. Y si en sus escapadas se tercia, se desplazan a lugares estratégicos de la ciudad, como el Mirador de Gibralfaro, para dejar constancia de sus pezuñas.
Sus bravatas y desmanes derivan hacia los Jardines de Picasso, donde se exhibe la obra escultórica de Ortiz Berrocal. Si no la rompen a martillazos usan sprays para embadurnar una obra que estuvo expuesta en París durante algún tiempo antes de incorporarse al acerbo cultural de Málaga.
Son objetos de los vándalos atacar con saña los contenedores dedicados a recoger productos para reciclar como el papel, el vidrio, el plástico… Si van en grupo, los desplazan del lugar, y si tienen fuerza suficiente, los vuelcan y les prenden fuego, entretenimiento (violín de Ingres) que comparten con los organizadores de tumultos callejeros, otras tribus urbanas que gozan destruyendo los cajeros automáticos, las lunas de los comercios, apedreando a las fuerzas de orden público, o lo que improvisan sobre la marcha, hasta poner pintadas soeces en cualquier lugar, como en la muralla exterior del Cementerio Inglés.
(El violín de Ingres es el antecedente del ‘hobby’, o sea, el pasatiempo o distracción de una persona al margen de su trabajo o profesión. Jean-Auguste Dominique Ingres fue un gran pintor francés y su entretenimiento era tocar el violín. De ahí viene lo de ‘violín de Ingres’. Pero como el francés fue desplazado por el inglés, el violín de Ingres pasó a la memoria histórica. Ahora priva el ‘hobby’… hasta que el inglés sea desplazado por el chino).
Tras este paréntesis, sigo con nuestros mastuerzos. Cuando salen por la noche a seguir con su afición, mientras se ponen de acuerdo en qué lugar satisfacer su ego, pinchan ruedas de automóviles sin distinción si son de alta o baja gama. Y a modo de firma, con una navaja dejan una rayas que rubrican su mala leche.
Como no son abstemios cuando se tragan el culillo de las litronas y latas de cerveza las tiran adonde encarte, lo mismo en un solar vallado o sin vallar que en un rincón del parque de Puerta Oscura, puente de las Américas, graderío del Teatro Romano o la acera de cualquier calle.
El campo vandálico alcanza al destrozo o pintada de los rótulos con los nombres de las plazas y calles de la ciudad.
Todas las recomendaciones del Ayuntamiento y de la sociedad en general se las pasan por el arco del triunfo. Ellos están por encima de los demás. ¡Estamos en una democracia!
Cada uno a su casa
Hubo un gobernador civil en Málaga en la época en que no había democracia que, a poco de tomar posesión del cargo, adoptó una decisión antidemocrática que tuvo una buena acogida.
En la Málaga de entonces, como en la de ahora, había, por desgracia para ellos, individuos que por infortunio, pobreza extrema, soledad, abandono… dormían en las calles, en el Parque o en lugar en el que podían resguardarse del frío, de la lluvia, del mal tiempo… En aquella Málaga, si no me equivoco, existía o funcionaba un albergue municipal para acoger a esos desdichados.
La primera autoridad civil nombrada a dedo –igual que ahora- y con independencia de otras acciones que llevó a cabo para mejorar la situación de los sumidos en la desgracia, empezó algo tan antidemocrático como proceder a hacer un censo de los sin hogar, los que a diario dormían a la intemperie.
Una vez finalizada la tarea, la decisión fue: los no nacidos en Málaga fueron enviados a sus puntos de nacimiento. Si era zaragozano, viaje en tren a Zaragoza; si era madrileño, a Madrid… y así, los que no eran malagueños, a su tierra. Yo (supongo que lo expresaría más o menos así) «me quedo con mis pobres; los que no son de aquí, a su tierra».
Les pagaba el billete del ferrocarril y, para que ninguno se apeara en la primera estación e intentara retornar a Málaga, un policía se encargaría de evitarlo. Tengo que recordar, o informar a los que no lo sepan, que en todos los trenes que circulaban por el país viajaba un policía para defender a los viajeros de ser víctimas de posibles robos, cortar disputas… o cualquier otro incidente.
En aquellos años, volviendo yo a Málaga desde Madrid, un policía me invitó a que abriera mi maleta porque por su peso era sospechosa. La abrí y el policía comprobó que el sobrepeso obedecía a la cantidad de libros que adquirí en Madrid, casi todos ellos sobre temas cinematográficos.
Y ahora, ¿qué?
Es la pregunta que me hago ante los destrozos permanentes de los vándalos, entre los que habrá algunos oriundos de otras tierras.
Si yo fuera alcalde de Málaga, cosa imposible porque Paco de la Torre es vitalicio y es más joven que yo, en el próxima corporación integrada por ciudadanos elegidos democráticamente, a la hora de distribuir las tenencias de alcaldía y concejales, crearía una concejalía cuya denominación sería algo así: Concejalía para la Educación Ciudadana.
La Educación Ciudadana no es más que velar por el buen estado de la ciudad… o sea, impedir los actos vandálicos e inciviles que he reseñado en líneas anteriores.
Como estamos en una democracia, hay que tener modales de seda para no largar un zurriagazo al que descubran in fraganti escalando un monumento del parque o grabando «Te quiero, Pepa» en la puerta de una iglesia o en una pared de un edificio público o privado acabadito de restaurar.
El policía local o el guardia de seguridad, para no ser reprobado por su conducta, se frenaría y se tragaría el zurriagazo para no vulnerar el principio de la libertad de expresión, que está por encima de todo.
Pero si el zafio, ruin, belicoso… es detenido, con toda delicadeza, incluso con palabritas de ánimo, lo llevaría sin violencia al cuartel o cuartelillo y le invitaría a sentarse en un banco barnizado con un cojín blando para no dañarle las posaderas, y le manifestaría que llamara a su papaíto, abuelita o compañera sentimental para que viniera a recogerlo; todo, creo, está dentro del respeto a los Derechos Humanos de la ONU o de la Constitución Europea y Tribunal de La Haya.
Sería puesto en libertad con todos los pronunciamientos favorables previo pago en mano de 500 o 1.000 euros o de la cantidad que un perito –ahora un experto- calcule el coste de los daños causados y si no llegó a perpetrar ningún daño, la multa o sanción sería menor, solo las molestias causadas a la policía en su gestión.
Si es imposible esta conducta por ser antidemocrática, abuso de la autoridad y otras zarandajas, se anula la Concejalía de Educación Ciudadana, el Ayuntamiento paga con nuestros impuestos las reparaciones, borramos las pinturas, volvemos una y otra vez a sustituir los contenedores, recogemos las botellas rotas y las latas de cervezas abandonadas, dejamos a los niños sin chorraeras y sin columpios… y a joderse toca.
¡Ah! «Málaga, ciudad del paraíso, siempre te ven mis ojos/ciudad de mis días marinos/Colgada del imponente monte…», Vicente Aleixandre.
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