Mirando atrás
Andrés Montesanto: cómo esculpir la vida
El médico argentino Andrés Montesanto (Buenos Aires, 1948) ha superado una vida de obstáculos que le llevó a trabajar en la Patagonia, La Pampa y a marcharse a España. Tras su llegada a Málaga en 1989 pudo desarrollar con éxito su otra vocación: la escultura
Tiene la nacionalidad argentina, la italiana y la española, tres pasaportes que resumen sus raíces y su vida. Es Andrés Montesanto (Buenos Aires, 1948), un afable médico jubilado, residente en Málaga desde finales de los 80, reconocido por su escultura pública (en Málaga capital, entre otras, el monumento a Emilio Prados en las playas del Palo y a los Migrantes, en el Paseo de la Farola).
Pero como reconoce este hijo de emigrantes italianos, afincados en Argentina en los años 30, mucho se lo debe al azar, incluido su propio nacimiento: «Nací por un capricho médico porque mi madre fue a hacerse un aborto y el médico se negó». Quizás por eso, recalca, tuvo clara desde siempre su vocación por la Medicina.
De su infancia recuerda un Buenos Aires en el que vivían «israelíes, portugueses, italianos, polacos, algún argentino... no había problema, no había racismo en esa época».
De su etapa en el colegio se queda con el apoyo que recibió de los profesores y con el día en el que le cupo el honor de portar la bandera argentina que se izaba en la escuela.
Sin embargo, confiesa que tuvo una infancia complicada, marcada por las tensiones en casa, a causa del carácter de su padre: «Comíamos en silencio, había mucha tensión y la radio nos salvaba; me costó muchos años sentarme a una mesa relajado», destaca. Por eso mismo, iniciar los estudios en la Facultad de Medicina le supuso olvidar sus circunstancias familiares: «No es que tuviera ‘alta capacidad’, es que para mí no existía el resto, así que a medida que fui ampliando la vida y conociendo chicas mi ‘alta capacidad’ se fue diluyendo», sonríe.
Con sólo 21 años y con el título bajo el brazo, por el consejo de un compañero empezó a trabajar en Pediatría en el Hospital de Niños de Buenos Aires. La mala fortuna quiso que le tocara la peor sala, en la que más de una vez los pequeños fallecían. «Fueron cuatro meses terribles», confiesa. Y entonces se cruzó por su vida una beca del Instituto de Cultura Hispánica para estudiar en España. Era el año 71, sólo le daban 7.000 pesetas pero aceptó sin dudarlo. «Era la oportunidad de salir de Argentina y madurar», subraya.
El viaje a una España mucho menos desarrollada que su Argentina natal también le permitió conocer París y ‘subsistir’ sin apenas ingresos en la capital francesa. «Pero sobreviví, por eso estoy en España, por esa experiencia», remarca.
La beca supuso para él un parón profesional de unos siete meses y empezar de cero en su país natal, «pero la ilusión y la libertad compensa todas las penurias».
Con este espíritu, en 1975 aceptó el puesto de subdirector en el hospital de Esquel, «una ciudad perdida en la Patagonia». No le fueron mal las cosas en esas latitudes, donde permaneció tres años, pues al segundo día de llegar conoció a Delia, su futura mujer. «Por primera vez tenía dinero, coche, vivía decentemente... la vida te compensa, me dio intereses de toda la vida pasada».
En la Patagonia tuvo además sus dos primeros hijos y hasta consiguió ‘driblar’ la venganza laboral de una persona poco inclinada al trabajo, que fue nombrada ministro por el dictador Videla; de hecho, pasó a ser director de otro hospital, ya «más cerca de Bariloche y con las carreteras asfaltadas».
En 1978 su vida y la de su familia dieron un giro cuando se trasladaron a Pirovano, una ciudad de La Pampa a 400 kilómetros de Buenos Aires. Allí, por consejo de su mujer, ejerció la medicina general. «En el aspecto familiar fue un tiempo muy rico: tuvimos tres hijos más, me compré un cortijo, íbamos allí los fines de semana; salíamos con el coche nos íbamos de tienda de campaña recorriendo el país y comenzamos a viajar a Brasil», recuerda.
Málaga y la escultura
Pero al cumplir su hija mayor 13 años y ante la proximidad de la universidad, le llegaron noticias de que a los odontólogos les iba muy bien en España. «Mi mujer era odontóloga, en Argentina desde el punto de vista económico las cosas iban mal, tomé un avión para España y le dije a mi mujer: por dónde arrancamos, le gustaba la playa, así que llegué a Málaga un domingo de noviembre, un día soleado con la gente en el Parque y los viejitos tomando café; entonces concluí que aquí se tenía que vivir de p... madre, porque en Argentina un jubilado no podía salir a consumir».
Tras este viaje de exploración le dijo a su mujer: «Traje la maleta vacía, dejé toda la ropa porque nos volvemos». Desde 1989 él y su familia viven en Málaga.
En calle Ayala, por cierto, puso su pareja la clínica que ahora lleva su hijo, Joaquín Montesanto. Y aunque Andrés ejerció de médico de forma esporádica, casi todo el resto de su vida laboral estuvo ayudando a su mujer.
En su larga etapa en Málaga fue donde se fraguó su vocación por la escultura - «siempre tuve inclinación pero nunca tuve tiempo», explica-. Cuando compró un adosado en Añoreta decidió dedicar el sótano a taller artístico. «Tenía cemento y como había trabajado con moldes en la clínica, tenía la visión», resume.
Y lo cierto es que del taller salieron unas obras que por su originalidad lograron varios importantes premios en certámenes del Corte Inglés. Además, participó en la iniciativa ‘Nómadas’ y sus obras pudieron verse en varios pueblos de Málaga.
En una exposición, por cierto, «para probar un material nuevo hice la obra en dos partes y dejé una figura con un hueco en el medio»: se convirtió en un éxito instantáneo y en una de las señas de identidad de su escultura.
Y en esto del arte nunca se le olvidará el homenaje que realizó a un grupo de mujeres fusiladas durante la Guerra Civil en Grazalema, pues un señor de 80 años acudió con la foto de su madre y la reconoció en el monumento. «Después de eso dije: ya he triunfado, ya no necesito más», confiesa el artista con lágrimas en los ojos.
En la actualidad, también está volcado en la escritura: es autor de dos estupendos libros de trasfondo biográfico, ‘Buscando a Elena’ y ‘La Apostilla’ (Anáfora) y prepara un tercero-. Pese a las dificultades, Andrés Montesanto ha esculpido su vida con tesón y pericia y desde 1989 vive «en el mejor lugar para vivir del mundo», sonríe.
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