Crónicas de la ciudad

El Monte San Antón y la cima de las sorpresas

Cada ascenso al famoso monte de Málaga es una incógnita que suele resolverse en forma de basura variada y pintadas

La cima del Monte San Antón, en septiembre.

La cima del Monte San Antón, en septiembre. / A.V.

Alfonso Vázquez

Alfonso Vázquez

En ‘Málaga milenaria’, un librito de microcuentos relacionados con la Historia de Málaga, publicado recientemente a beneficio exclusivo de la incendiada Librería Proteo -todavía a merced de las pocas luces de una compañía eléctrica y a la espera de Justicia- el autor de estas líneas narraba la improbable escena en la que el ilusionado escalador neozelandés Edmund Hillary alcanzaba en 1953 la cima del Everest para comprobar, horrorizado, que alguien de latitudes sureñas se le había adelantado, pues en todo lo alto ondeaba una lustrosa bandera del C.D. Málaga.

El microcuento en realidad está inspirado en la sorpresa continua que para los amantes del senderismo supone la, muchísimo más modesta, cima del Monte San Antón, en la que nada es imposible.

La sorpresa continua se debe a la falta de escrúpulos de algunos de nuestros congéneres, siempre en el burdo camino de inmortalizar como sea su paso por la vida, en este caso su nada heroico ascenso al San Antón, con un amplio catálogo de actos incívicos.

Detalle de una de las rocas.

Detalle de una de las rocas. / A.V.

Quizás, el más incívico de todos sea el subir armados hasta los dientes con esprays de colores, para pintar las rocas de la cima, un gesto a años luz de los bosques de colores de Agustín Ibarrola, pues donde en este primero hay un propósito artístico, en la tropa de grafiteros zangolotinos que sube a las Tetas de Málaga sólo impera el exhibicionismo más paleto.

De esta manera, llegar a la cima es toparse con las pintadas borricas de siempre, aunque el sol se apiade de los senderistas cívicos y al menos vaya disolviendo de forma pertinaz la gamberrada.

El derroche de color suele recibirlo también la cruz blanca que preside el monte, ligada al jesuita padre José Pablo Tejera, que comenzó instalando en lo alto, en los años 50, una capillita de la Virgen y terminó con esta cruz metálica, que cuando no aparece pintada de negro lo hace con los colores de algún país.

Resulta llamativo ese afán por dejar una huella en todos los sitios, aunque sólo sea la evidencia de que quien holló el San Antón fue un sujeto bastante garrulo y por domesticar. En este sentido, cuando los grafiteros regresan a sus simbólicas ramas de los arboles, la 'carrera de relevos' continúa con los presuntos montañeros que dejan la cima como un estercolero. Raro es el día en el que en lo alto no prosperan las botellas, las bolsas de plástico y el papel de aluminio.

Ahora que se critica tanto la ganadería extensiva, el ganado dejado a su aire en estos andurriales tampoco es garantía de carne saludable.

Suscríbete para seguir leyendo