Enrique Moya, además de respirar bien, respira tranquilidad y felicidad y eso lo transmite. Por eso, una de las anécdotas más bonitas de su larga carrera como maestro de yoga le sucedió cuando a su Centro de Yoga Yantra de La Malagueta acudió una señora, acompañada por su marido, «que no quería hacer yoga, me confesó que es que estaba fatal de los nervios y me pidió antes de entrar en clase, tener una reunión conmigo. Por eso, le tumbé en la sala, le hice lo que podíamos llamar una ‘mini relajación ‘ y entonces empezó a llorar por los ojos pero de una manera tan bonita que me dijo: ‘He encontrado lo que necesito’. Y ha sido alumno mío de toda la vida».
Enrique, el auténtico embajador del yoga en Málaga, nació en Madrid en 1953 (en noviembre cumplirá 70 aunque no los aparente). Hijo del dueño de una «tabernita» y de un ama de casa, vivía en Chamartín, «entonces un extrarradio de Madrid, no un barrio de lujo», cuenta.
Aunque de mayor quería ser químico, «porque el lenguaje de la Química me fascinaba», el que un tío fuera un alto cargo del Banco Popular pesó más y entró en Económicas en la Complutense.
Sacó excelentes notas pero al terminar el segundo curso, hacia 1970, una exótica palabra se presentó en su vida y nunca más se marchó: «Mi primer encuentro con el yoga fue a través de Danilo Hernández, amigo de la adolescencia en el barrio, que ya leía algún libro sobre yoga y estaba fascinado por la India».
Los dos amigos empezaron a leer lo poco que había por entonces y a recibir clases. La relación de Enrique Moya con el yoga fue «un flechazo» y todavía recuerda ese momento crucial, al salir de una clase con una profesora mexicana: «Ese día noté que mis energías estaban bien colocadas, me notaba el cuerpo muy bien, con una paz interna y una claridad meridiana y pensé: Esto es muy importante».
Como explica, ya era una persona a la que le atraía mucho «el mundo religioso, porque era el mundo interior y me gustaba ir a las iglesias cuando no había nadie, cerrar los ojos y ver lo que sentía».
Decidió entonces dejar los estudios de Económicas y estudiar yoga a fondo, una decisión que su madre «se tomó muy bien y mi padre, aunque me decía que terminara Económicas, me apoyó en todo», explica.
Pero, ¿qué es el yoga?, desde luego, no una simple gimnasia. Como detalla este malagueño de adopción, se trata de «un sistema, un conjunto de prácticas y de actitudes; hay una parte práctica de trabajar con el movimiento, la respiración, la relajación o la meditación pero luego también está lleno de actitudes: fomenta la ética universal, la ética natural». Por eso, en sus clases también imparte clases «de la importancia de la higiene, la austeridad, la constancia... son principios y actitudes tan importantes como las prácticas».
Tras dejar la Complutense siguieron cinco años de formación intensa con su amigo Danilo Hernández en un momento en el que, tras el mayo del 68, «hay un cambio de la sociedad, que quiere transgredir lo conocido». Inician así viajes a Norteamérica, Centroeuropa o la India para estudiar en vivo con los maestros «y prácticamente era muy raro hacer un viaje para ver a alguien que antes no me hubiera seducido con la lectura».
El viaje a Canadá
Uno de los viajes de formación que más le llenaron fue el que realizó a Canadá en 1975 para trabajar con el maestro indio Swami Chidananda. «Fue la persona que hizo prender en mí el deseo de hacerme no sólo un enseñante de yoga sino un yogui por dentro», confiesa.
El siguiente paso de los dos amigos, a finales de 1976, fue abrir un centro de yoga en Madrid, en la calle Coslada. «Tuvimos un éxito increíble por amigos que venían del mundo de la música y el teatro y se nos llenó», detalla. Pero además de actores y cantantes, por allí pasaron también los jugadores del Real Madrid, a los que también impartían clases en la Ciudad Deportiva. Entre sus alumnos tuvieron a Zoco, Miguel Ángel y Pirri, recuerda.
Pero, como explica, «el éxito que tuvimos en Madrid en sólo un par de años nos pesó». Los amigos decidieron dejar en la capital de España a un par de profesores, «alumnos nuestros desde el principio» para desplazarse a Málaga y probar suerte, pues Danilo Hernández conocía bien la ciudad al tener un piso en Huelin.
Los compañeros se instalaron en Málaga en 1978, al principio con clases de grupos «sin tener un sitio propio». En 1979 Enrique vivía en Torremolinos con su pareja, Pilar Sevillano, una antigua alumna con quien se casaría en 1981 y que en Torremolinos estuvo impartiendo clases de yoga en inglés.
Danilo, sin embargo, decidió volver al centro de yoga de Madrid y Enrique continuó en Málaga, a partir de 1980 en La Malagueta.
El maestro de yoga tiene la satisfacción de contar con alumnos que llevan con él 43 años y de ellos, alguno roza los 90. «Es que el yoga te ayuda un montón a sentirte bien en todos los aspectos porque te hace moverte, conocer el cuerpo, respirar...», remarca.
Ha tenido también la alegría de ver cómo sus dos hijas, Diana y Cristina, que son psicólogas y trabajan en el centro familiar, han estudiado yoga y la mayor, Diana, lo imparte además.
A punto de entrar en otra década, advierte con una sonrisa que «los yoguis no nos jubilamos nunca» y cuenta que sigue dando clase dos veces por semana, «porque aunque parezco parte implicada, el yoga es buenísimo», sonríe.
La llave de la atención
Durante la pandemia, Enrique Moya hizo caso a sus hijas y se animó a ordenar sus muchos cuadernos de notas a lápiz. El resultado es el libro ‘La llave de la atención. Abre la profundidad de ti mismo’ (Sirio), un trabajo sobre la atención consciente, «el elemento central del yoga». El libro se presentará este próximo jueves 30 a las 19 horas en la librería Áncora de Málaga. Como le ha pasado en otras presentaciones, el lleno está asegurado.