MEMORIAS DE MÁLAGA

Historias curiosas de Málaga con nombre y apellidos

Hoy desfilan por la sección varias historias relacionadas con Málaga que van desde una exótica joya futbolera a un ‘observador’ de cruceros y una manera muy original para acortar las homilías

Interior de un crucero en el puerto de Málaga, el verano pasado.

Interior de un crucero en el puerto de Málaga, el verano pasado. / Gregorio Marrero

Guillermo Jiménez Smerdou

Guillermo Jiménez Smerdou

Hoy cuento varias historias relacionadas con Málaga y malagueños. Todas tienen nombres y apellidos, pero por razones de privacidad no en todos los casos cito esos nombres. 

Son ciertas y apenas si están contadas con algunos aditamentos para hacerlas más entretenidas. Confieso que el primero que se ha entretenido en relatarlas es el firmante. 

Los futbolistas no pueden jugar con los anillos

Viendo un programa de televisión, en uno de los muchos concursos que se ofrecen a diario, el presentador le formuló al concursante una pregunta relacionada con los futbolistas. 

La pregunta era si podían jugar los partidos con anillos en los dedos de las manos, y si esa prohibición afectaba también a los porteros. Los anillos pueden producir heridas en los choques o golpes, involuntarios o no. Entre las muchísimas cosas que no sé, desconocía la fecha de esa prohibición, porque hace setenta u ochenta años creo que estaban permitidos. No se había contemplado ese peligro. La respuesta era contundente: ni los porteros con guantes están libres de esta regla.

Si cito hasta las décadas es porque en aquellos años, un forofo del C.D. Málaga le regaló a un futbolista del equipo un original anillo. Menciono el nombre del jugador, Pedro Bazán, y el porqué del obsequio; omito el nombre del obsequiador por razones de privacidad.

El forofo (para él, aparte su profesión), lo único importante de la vida era el Málaga; La Rosaleda y el Málaga, aunque perdiera, eran el eje de su existencia. La admiración que sentía por Pedro Bazán nació el día en que el jugador del Málaga, de un pueblo de Sevilla, en un partido jugado en La Rosaleda el 4 de enero de 1948, marcó los nueve goles que el equipo local le endosó al Hércules de Alicante. 

El resultado final fue 9-2, y en la Hoja del Lunes, al día siguiente, el titular que el cronista eligió fue: ‘Bazán, 9; Hércules, 2’. El autor del titular no recuerdo quién fue, pero acertó por su originalidad. Pero como siempre hay opositores, a algunos no les gustó porque dejaba en un plano inferior a los diez jugadores malacitanos restantes. 

Entrenamiento del Málaga CF de puertas abiertas en el Estadio La Rosaleda.

Entrenamiento del Málaga CF de puertas abiertas en el Estadio La Rosaleda. / Álex Zea

La heroicidad de los nueve goles impulsó al forofo a tener un detalle con el ídolo de aquella tarde: regalarle un anillo, pero no uno de casado ni un solitario, sino uno de su invención. 

Consistía en una pequeña joya de orfebrería de su invención que encargó a un profesional. Se trataba de una minúscula jaula de oro con sus barrotes y puertecita para no dejar escapar una bolita, también de oro, que simulaba un balón de fútbol; el ‘balón’ no podía escapar de su encierro.

La extraña joyita, que regaló a Bazán, tenía una interpretación que explicó al futbolista. Cuando estuviera jugando un partido, cada vez que corriera sobre el césped, la bolita sonaría en la jaula… y le recordaría que tenía que marcar goles. Fantástico. El famoso futbolista siguió su carrera, después fichó por el Dépor (el Deportivo de La Coruña), se retiró, regresó a Málaga y se casó con la hija de Virtudes, el propietario de un afamado comercio dedicado a la venta de motos y bicicletas situado en la Alameda Principal.

Un observador

La segunda historia con nombre y apellido (en este caso no recuerdo ni el nombre ni el apellido porque era griego y no lo anoté) tuvo como escenario un crucero en el que viajé por el Mediterráneo durante una semana. 

Mis hijos nos invitaron al viaje, pero mi mujer declinó la invitación porque le horrorizaba la idea de un naufragio. No le asustan el avión, ni la carretera… Total que embarqué con dos de mis hijos, tres nietos… y a la mar salada.  Al tercer día de navegación, estando solo en la biblioteca del barco leyendo una novela, irrumpió en el recinto un señor de mi edad más o menos, y se sentó en una de las cómodas butacas que permitían leer con tranquilidad. 

Minutos después de su llegada, me pidió perdón por interrumpirme en la lectura, y me dijo, no literalmente, pero casi, "es usted el mejor del grupo de viajeros". Me sorprendió el elogio y no supe qué decir. Él se encargó de aclararlo. Hablaba un español correcto.

Me informó de que era… una extraña palabra inglesa que no había oído nunca, y aclaró su significado. Iba a bordo del crucero como - aquí la palabra inglesa -observador, persona cuya misión era detectar los posibles fallos del servicio a los pasajeros, la puntualidad de los programas de entretenimiento, si gustaban o no, los menús, los usos de las piscinas… 

Al final de cada viaje redactaba para la naviera los pormenores del viaje y las posibles mejoras, si todos los servicios respondían a la oferta… y recomendaciones para el futuro.

¿Y ha encontrado muchos fallos en el presente crucero?, le pregunté. Su prudente respuesta fue que iba a recomendar que en los dos accesos al comedor principal, en lugar de dos encargadas de guiar a los pasajeros a las mesas asignadas para evitar colas, fueran cuatro por lo menos.

La otra pregunta obligada en mi caso era muy sencilla y contundente: ¿Por qué yo? Y me dejó perplejo cuando me informó de que se había fijado en mí porque paseaba por todo el barco, asistía a los conciertos a media tarde en el salón principal, curioseaba en las tiendas donde se vendían prendas de vestir, me entretenía en contemplar durante ratos el mar, acercarme a popa y proa, usar la piscina, tomar sol en las hamacas, frecuentar la biblioteca, participar con mis hijos y nietos en las fiestas y concursos… y que era el único pasajero que leía todos los días la publicación en la que se reseñaban todos actos del día, incluidas las excursiones al exterior en los puertos que figuraban en el programa.

Al finalizar el inesperado encuentro nos presentamos. Me informó que había sido piloto de las Fuerzas Aéreas de Grecia y que al jubilarse eligió esta actividad. Es que hay "gente pa tó", como dijo el torero Rafael el Gallo a don José Ortega y Gasset cuando le dijo que era filósofo.

A Madrid

La costumbre en los noviazgos era que previamente a las bodas el padre de la novia se asegurara de la actividad laboral o profesión del futuro yerno. Lógico. Lo más seguro para darle el visto bueno era que trabajara en un banco, garantía para toda la vida… garantía en aquellos años; ahora, cualquiera sabe, con la de fusiones de entidades bancarias, cierre de sucursales, jubilaciones anticipadas, digitalización, inteligencia artificial… y opas amables o violentas.

La historia que sigue es tan sorprendente como aplastante. Un amigo del padre que accedía al futuro matrimonio de su hija, le preguntó en qué trabajaba su futuro yerno. La respuesta fue, como digo, sorprendente: "No lo sé, pero va mucho a Madrid". 

El futuro yerno no era revisor de Renfe, pero al parecer trabajaba en el mundo de los seguros y sus viajes a Madrid formaban parte de su quehacer diario. No sé si el futuro suegro llegó a saber alguna vez a qué se dedicaba en realidad su yerno. 

Las homilías

Esta historia tiene dos protagonistas, pero con un mismo tema: las homilías que los párrocos tras la lectura del Evangelio del día, pronuncian, leen o improvisan. Antes, los párrocos pronunciaban el sermón en el púlpito, que al estar dotados de tornavoz facilitaban su audición; hoy los púlpitos son mera ornamentación y un micrófono en el altar o en un atril es más seguro y confieren mejor audición.

Cuando el sermón se convirtió en homilía, si no estoy errado, el consejo o recomendación a los párrocos fue que la duración rondara los diez minutos, recomendación que muchos sacerdotes cumplían normalmente. Sin embargo, algunos sacerdotes se extendían en el tiempo, llegando incluso a homilías de veinte y veinticinco minutos.

Sobre su exceso de palabrería y tiempo, un señor de Málaga (nombres y apellidos que oculto), le dijo en tono amable e irónico a uno de los que sobrepasaban los diez minutos "que iba a acabar con la afición", emparejando la afición al fútbol y las misas.

Un canónigo de la Catedral malacitana, conocedor del problema de la duración de las homilías, en una reunión con párrocos abordó el problema y lo resolvió de una manera categórica: "Las homilías deben ser como las minifaldas, cortas y que enseñen mucho".

Así sea. 

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