MEMORIAS DE MÁLAGA
La panacea del siglo: el ácido hialurónico
Este famoso ácido aparece en la composición de cremas, lociones y alimentos; una panacea como también lo es el Aloe Vera. Ya no están de moda las píldoras circasianas, el linimento Sloan -’el tío del bigote’- o el agua de Carabaña, como en el pasado.

Tratamiento estético con ácido hialurónico a una paciente. / EFE
Guillermo Jiménez Smerdou
Quieras que no, todos los días tengo que apechugar, cuando pongo la televisión – pocas horas al día – con ver y oír anuncio tras anuncio, y sobresalen los que facilitan la mejora de nuestro aspecto interior y exterior; el interior para poder estar en buena forma (sin dolores, sin molestias, saludables…), y el exterior para representar menos años.
Esto se consigue, supuestamente, por ducharme con un gel que contiene ácido hialurónico y untarme el cuerpo con una crema fabricada con productos naturales y un perfume francés. Como no soy mujer, al parecer no tengo que lavarme el pelo con un tinte que elimine las canas ni necesito que mi pelo brille como un abrigo de visón recién adquirido en una boutique de Banús.
Hay dos panaceas que sustituyen a las utilizadas en la década de los 40 y 50 del siglo pasado, que cada vez están más olvidadas porque el mundo tiene sus reglas, aunque hagamos todo lo imaginable para llevarle la contraria.
Estas dos panaceas tienen nombre propio; una es la citada en renglones pasados – el ácido hialurónico – y la otra, el Aloe Vera.
Todo esto tiene su origen con el descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming, médico y científico inglés. Aunque el hallazgo se remonta a 1928, su uso no se generalizó hasta la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Era un antibiótico para el tratamiento de infecciones provocadas por bacterias. Salvó la vida de miles de combatientes en la contienda mundial porque las infecciones eran mortales en muchos casos, y la penicilina hizo el milagro para su curación.
El descubrimiento de Fleming, con modificaciones diversas, se utilizó para dolencias y enfermedades contagiosas, o no, como la difteria, el ántrax, sífilis, fiebres… La penicilina y sus derivados fueron la panacea que lo curaba todo…, pero menos. La gente recurría a la penicilina y sus derivados hasta para un dolor de cabeza. Podía adquirirse en cualquier farmacia sin receta alguna.
El mal uso de los antibióticos en grageas o inyectables llevó a las autoridades sanitarias a regular su venta. Hoy, solo se dispensan en las farmacias con receta extendida por un médico, y el médico se asegura de que la infección del paciente requiera tal o cual antibiótico.
Antes del hallazgo de Fleming, la sociedad tenía pocas opciones para sus males. El agua de Carabaña para los empachos de comida, la sal de frutas, el linimento Sloan (más conocido por ‘el tío del bigote’, que aparecía en la etiqueta) para los … y el remedio casero de la taza de leche muy caliente con un chorreón de coñac.
Lo laboratorios alemanes (Bayer, Merck…), norteamericanos (Schering) y muchos españoles pusieron en el mercado pastillas para combatir o suavizar la garganta, fármaco que sigue ofreciéndose de forma insistente en radios, periódicos y televisiones.
Y no olvidemos los inyectables de colesterol de los laboratorios Pérez Bryan en Málaga, sito en el primer inmueble a mano derecha de la Alameda de Colón. Llegó a tener en plantilla más de cincuenta mujeres envasando la citada panacea, un contrasentido porque hoy el exceso de colesterol en la sangre es uno de los males a combatir, y para redondear su existencia, dos, el colesterol bueno y el colesterol malo.
Pero repito, en los años 40 del siglo pasado, los laboratorios Pérez Bryan de Málaga vendían a media España inyectables de colesterol para evitar los resfriados o constipados. Para dar idea de lo que representaba la venta del colesterol, el señor Pérez Bryan se construyó un palacete en Bellavista, que los malagueños ‘bautizaron’ como El Palacio del Colesterol. También fue un acontecimiento en la medicación casera la aparición del Vicks Vaporub; el cual, después de muchos años, ahora ha vuelto al mercado.

Frascos para fármacos de la antigua farmacia municipal de Málaga, en el Hospital Noble, en 2014. / Arciniega
Otra supuesta panacea de los años 20 del siglo pasado, y que se anunciaba en la prensa escrita y en las revistas ilustradas, detalle que se puede comprobar en las hemerotecas, eran las píldoras circasianas para el endurecimiento de los pechos de las mujeres y para conseguir un hermoso busto.
Se informaba que eran inofensivas y que su ingesta había sido aprobada por eminencias, cuyos nombres no figuraban en parte alguna porque en el etiquetado entonces no se incluían prospectos de letra menuda como hoy, que son detalladísimas hasta el aburrimiento.
La elección del plural en femenino de las nacidas en Circasia (circasianas), una antigua región del Cáucaso (Mar Negro, Azerbaiyán…) responde a la leyenda o tradición de la beldad de las mujeres circasianas. La imagen idealizada de una circasiana era el no va más de la belleza.
Está claro: las píldoras circasianas, aprobadas por ‘eminencias’ desconocidas, eran garantía de su eficacia, y las hembras de los años 20 y 30 eran seducidas por la nueva panacea.
Si se vendieron muchas, si las mujeres experimentaron la mejora prometida, si sufrieron daños colaterales imprevistos…, todo está por demostrar, aunque han pasado muchos años. Las píldoras circasianas del siglo XXI tienen otro nombre: Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética.
Hace años, el hotel Pez Espada de Torremolinos fue sede de un congreso de la citada sociedad; no recuerdo si entonces se denominaba así o se modificó después. Entrevisté a uno de los ponentes, y entre las preguntas que le hice figuraban las relacionadas con los efectos positivos de la nueva rama de la cirugía, sus peligros, contradicciones, duración del tratamiento y el futuro de los intervenidos. Fue tajante en la respuesta: al día siguiente de la operación, el intervenido reanudaba el proceso natural de envejecimiento.
Marcas que siguen
Siguiendo con los medicamentos más utilizados en las décadas de los 40 y 50, de memoria recuerdo algunas marcas que no sé si siguen en el mercado, como la embrocación ‘Hércules’ para los casos de agotamiento; ‘Mitigal’ para paliar los dolores de los pinchazos de insectos; el ‘Aceite Inglés’ con el eslogan de "insecto que toca, muerto es"; y el olvidado ‘Orosanil’ para la cura de la tuberculosis pulmonar.
Me acuerdo de este medicamento porque contenía oro… o por lo menos es lo que se decía y quizás formara parte en su composición. Matizo lo de quizás porque todavía no se había impuesto la obligación de despachar cada medicina con un prospecto tan detallado para que uno decida si tomarlo o no. Es el origen del eslogan de "lea las instrucciones de este medicamento o consulte con el farmacéutico", que se repite más que el ajo.
Un deseo de la generalidad de los enfermos era que el médico le "echara la pantalla", una forma familiar de pedir que el médico le ‘viera’ por la pantalla, es decir, los Rayos X para entendernos. Era el no va más de la asistencia médica. Los enfermos salían contentos de las consultas porque el doctor le había ‘echado’ la pantalla.
Los enfermos de hoy no se sienten bien atendidos si no les han hecho una resonancia magnética y un encefalograma. Y alguno hasta le pedirá al galeno que le haga la autopsia.
Para estar mejor
La presencia del mágico ácido hialurónico en más de mil productos de consumo tanto en la alimentación como en el uso externo, y los beneficios de la panacea de este siglo, me animó a preguntar, no al farmacéutico que no la veo mucho (es mujer) sino a la titulada técnica de Farmacia, una profesión que supera los conocimientos de los antiguos auxiliares de farmacia o mancebos, un vocablo en desuso.
Mi pregunta fue si en las farmacias se vendía ácido hialurónico, para así poder comprarle "cuarto y mitad" para probarlo. Me informó de que sí se expende en las boticas el ácido hialurónico en grageas o bebible.
La verdad es que me sorprendió que entre las muchísimas medicinas que se anuncian en televisión no haya leído ni oído nunca un anuncio incitando a adquirirlo. Solo aparece el milagroso ácido en los anuncios de las cremas y potingues que rejuvenecen en dos semanas la piel de la cara, de las manos, de las piernas… Pues no, no se anuncia y presupongo que estará autorizada su venta sin receta.
Pensándolo detenidamente decidí no probarlo porque a lo peor, en vez de mejorar mi estado, lo empeoro. Y no me atrevo a consultárselo a mi médica porque ella me preguntó un día qué hacía yo para estar como estoy, o sea, bien dentro de lo que cabe. Si ella me lo pregunta, que es médica, ¿cómo le voy a pedir qué tengo que hacer o tomar para mejorar lo que ella ya me pregunta a mí?
Mi respuesta, la próxima vez que la vea, será que llevo unos 70 años tomando todos los días un vaso de kéfir, un lácteo que mi mujer o yo mismo elaboramos partiendo de una pequeña muestra de un cultivo de un hongo que nos facilitó la enfermera de un traumatólogo de Málaga.
El cultivo llegó a Málaga procedente de Torremolinos. En la información sobre el kéfir figura el siguiente párrafo: "En el Cáucaso, donde el kéfir se ha consumido corrientemente por miles de años, la gente vive hasta los 110 y 125 años y se mantiene en buena salud. No conocen la tuberculosis, el cáncer o las enfermedades de los ojos".
Con respecto a la edad no aspiro a tanto, pero vaya, el camino hacia del siglo está a la vuelta de la esquina. Y abandono la intención de consumir ácido el hialurónico y el aloe vera, dos panaceas del siglo XXI.
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