Nuevas voces de la comunicación. Reportajes de los alumnos de la UMA
La rutina a los ochenta: el alzheimer vivido día a día
El paseo de Gloria Rubín hasta la residencia El Buen Samaritano para acompañar a su marido con alzhéimer

Gloria Rubín, sentada en el jardín del Centro Residencial El Buen Samaritano. / Gloria Pérez Romero
Gloria Pérez Romero
—Acércame el Ferrari, hazme el favor.
Gloria Rubín tiene un Ferrari y un Lamborghini aparcados en la puerta de un edificio de ladrillo amarillo de los años 70, situado en el barrio malagueño de La Luz. Nunca se sacó el permiso de conducir, pero asegura que es sencillo manejar esos coches de lujo. A sus 81 años, maneja el volante mejor que cualquier novel.
El Ferrari —que así es como llama a su moderno tacataca negro— lo usa para sus aventuras en los comercios del barrio, donde se hace paso en busca de unas palmeritas de chocolate o unas natas portuguesas para la merienda de alguno de sus cinco nietos. Esquiva las grietas y baches del pavimento; también los goterones que caen de algún aire acondicionado. Pero no rebasa las conversaciones con sus vecinas de toda la vida. De hecho, pone el freno de mano. Cuando se quiere dar cuenta, ha concatenado la charla de una buena amiga con otra. A veces incluso forman caravana.
—¿Qué pasa, Carmina?
—Ahí voy a la tarea, Gloria.
—Muy bien que haces. Yo ya voy de vuelta.
Su muletilla favorita se produce cuando se cruza con una vecina que lleva el carro muy cargado:
—Buenos días, Gloria.
—Buenos días, ahí voy a comprar. ¿Habéis dejado algo para mí?
Para andar por casa prefiere su Lamborghini —otro andador más menudo que solo usa para recorrer las habitaciones de su piso—. Hace poco que se lo compró. Pero la necesidad y su obsesión por la limpieza impulsaron la inversión. Y, pese a que desde los 10 años cojea de la pierna izquierda a causa de una poliomielitis, se las apaña para subir a los altillos y, en impulsos de valentía, rechazar la ayuda de los demás.
«De aquí para abajo —se señala la cintura— no valgo pa’ na». Pero no hay día que se quede en casa. Mientras le conceden la Ley de Dependencia se basta con su «José, el frutero», que le sube los paquetes de agua hasta la puerta de la cocina; su «Luis, el peluquero», que le hace las mechas y el moldeado mientras «chafardea» con las amigas; y su «Alonso, el carnicero», que al toque de una llamada ya le tiene preparadas las berenjenas rellenas para su nieta y los cachopos que acostumbran a devorar sus nietos. A todos ellos hace tiempo que los quiere y aprecia con alguna propina.
Este último año, Gloria se ha encariñado de muchos desconocidos. Pero en la lista de personas a las que más quiere siempre ha estado su marido Roque el primero. Tiene 78 años recién cumplidos, pero padece alzhéimer desde hace nueve y está en la Residencia de Mayores El Buen Samaritano de Churriana desde hace once meses. Cada mañana —de lunes, de martes, de miércoles, de jueves o de viernes—, Gloria carga todo su amor en el Ferrari y espera en la parada de San Andrés para coger el autobús que la deja en la puerta de la nueva casa de Roque.
La Residencia de El Buen Samaritano
En la entrada de la residencia, Pepe se fuma su cigarro reglamentario. Carmela impulsa su silla de ruedas con los pies. Dolores barre las hojas caídas de los árboles y, cuando termina, alimenta a los pájaros de la puerta. En la recepción aguarda Mari Carmen con un «qué guapa estás, Gloria» en la punta de la lengua. Nada más cruzar las puertas automáticas, se lo suelta.
—Eso es que tú me ves con muy buenos ojos, Mari Carmen.
Gloria le cuenta que en eyeliners ya no gasta. Hace seis meses que se tatuó la raya de los ojos. «Hija, es que cada día veo menos y me cuesta más pintarme», le cuenta. Gloria es la primera persona de su familia en hacerse un tatuaje. Y lo cuenta con ilusión; como una aventura más. El contraste del negro de sus párpados con el azul cielo del iris de sus ojos son su mejor conjunto cada día. Y sabe lucirlo.
El ascensor la deja en la segunda planta del edificio. Son las diez. Roque se acaba de levantar. Hoy lo han dejado remolonear un poco más entre las sábanas. Gloria se acerca y le da un beso. La enfermedad de Roque hace que confunda nombres, pero nunca le pasa con el de su mujer.
—¿Quieres un cafelito, Gloria? —le pregunta Adeli, una de las trabajadoras de Monte Sinaí, que así es como se llama aquella gran habitación donde pasan el día los residentes, en su mayoría con demencia.
—Roque, mira quién está aquí. Abre los ojos y mira a esta mujer tan guapa que ha venido a verte. —Hay días que se levanta dormido y no hace caso a nadie. Hay días que solo canta. Hoy es uno de ellos.
—Cocinero, cocinero… —Roque no alcanza a pronunciar el resto de la frase, solo armoniza la melodía con una voz de tenor que lo caracteriza. No recuerda la letra. De Antonio Molina se las sabía todas.
En aquella gran sala de El Buen Samaritano, cada residente tiene un papel fundamental en la vida de la habitación. Matilde y María Gala siempre se sientan juntas. Además de compañeras de habitación, son inseparables. Mati, que así es como la llaman, es una mujer elegante. Siempre va arreglada en tonalidades rosáceas y luce gafas de pasta azul. Apenas habla, pero es buena observadora. En cambio, María Gala es habladora y, a ratos, nerviosa. Gloria suele llevar un esmalte dentro del andador para pintarles las uñas.
Otro gran actor en la rutina es Paco, que acude al centro de día por las mañanas. Paco es un hombre esbelto y delgado que tiene encomendada la tarea de bajar y subir a Roque de su paseo matutino. Gloria no puede llevar la silla de ruedas de su marido y a la vez empujar su andador, así que la mano de Paco es recibida con gusto. De vez en cuando, ella le compra bombones para agradecérselo.
Alcachofas, tomates, lechugas, naranjas, limones… Un sinfín de frutas y verduras adornan el paisaje de la residencia. Las flores de los árboles impregnan el jardín de colores; de vida. Sentados entre el sol y la sombra de una parra, Roque y Gloria pasan la mañana. Juntos. Felices.
Gloria es meticulosa con su imagen. Más, si cabe, con su olor. Se rocía de perfume las sábanas, las muñecas, el jersey, bajo las orejas… Hasta la ropa interior. «Una tiene que ir siempre bien perfumadita por lo que pueda pasar», se repite.
Le gusta cuidar la imagen de su marido. Cuando Roque menos se lo espera, Gloria invade su tranquilidad, saca las pinzas y las tijeras de cortar uñas del bolso y le despoja de los pelos blancos que alcanza a divisar en sus cejas. En recompensa por los tirones, le compra un chocolate de máquina. Nada le gusta más que el chocolate, en cualquiera de sus formas. Si va acompañado de churros, mejor.
Roque sigue sin hablar. Solo responde con palabras entrecortadas, algún sonido descifrable o moviendo la cabeza. Gloria aprovecha para revisar Facebook. Los vídeos de su Bierzo querido le llenan los ojos de añoranza. Allí nació, en Arnadelo, una pequeña aldea de la provincia de León. Las publicaciones de sus familiares en redes sociales le recuerdan a su niñez. A los dieciocho migró a Barcelona en busca de un futuro para su familia. Fue auxiliar de clínica del Doctor Puigvert, regentó su propia peluquería y trabajó en una tienda de comestibles.
Se conocieron en un baile una noche de fiesta por Barcelona. Él también había migrado en busca de un porvenir. Atravesando las aceras del centro de Barcelona le ofrecieron trabajo en Telefónica, entonces empresa pública. Buscaban trabajadores, y Roque, que venía de Jimera de Líbar, un modesto pueblo de la Serranía de Ronda, no dudó en aprovechar la oportunidad.
—¿Subo ya a Roque? —Acaba de llegar Paco. Es la una de la tarde, hora de almorzar.
La comida de la residencia se deja oler desde la recepción. De primero, puchero. De segundo, croquetas con revuelto de tomate, atún y boca de mar. ¿Para beber? Agua, de normal; Coca-Cola, los días especiales. ¿De postre? Melón. A Roque le encanta. Siempre lo engulle como si alguien se lo fuera a quitar del plato.
—Roque, abre la boquita —le suplica Gloria a su marido. Hay días que se le hace difícil dar de comer a Roque, sobre todo cuando está medio dormido. Con esfuerzo, lo consigue.
La última cucharada de pudin de frutas, con medicamentos camuflados en su interior, vaticina el final de la jornada de Gloria en la residencia. No es un trabajo, ni mucho menos. Tampoco una obligación, ni mucho más. Esta rutina la hace feliz.
Su nieta acaba de llegar para recogerla y comer con ella. Son las dos de la tarde. Justo a tiempo para echar el arroz en el sofrito y almorzar un exquisito plato de paella caldosa con gambas y almejas.
Cuando llega de la residencia se arropa con las faldas de la mesa camilla impregnadas de un calor acogedor. Una brisa amable procedente de la estufa llena el espacio de tranquilidad y sosiego. Con el televisor encendido, pulsa La 2. Hace tiempo que sus sobremesas las acompañan la voz de Jordi Hurtado y los eruditos de Saber y ganar. También, un café marca Santa Cristina. Con leche. Sin azúcar. Sin cafeína.
Son las cuatro y media. Acaba Saber y ganar. Empieza el maratón de novelas. Cambia a La 1. Suena la intro de La Moderna. Se acomoda el cojín en el cuello. Enciende la esterilla y se la arrima a las lumbares. Cabecea hasta que se queda dormida a mitad del capítulo. Abre los ojos y… «En La Promesa, habrá partículas de amor en movimiento. Habrá secretos que nunca saldrán ahí fuera [...]». Empieza la siguiente novela, La Promesa. Su favorita.
El 31 de diciembre de 2024, la enfermedad venció a Roque minutos antes de las campanadas. El compás de los fuegos artificiales que daban paso a 2025 se sintieron como aquellos últimos latidos de una rutina que nunca volvería a ser la que fue.
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