Desde hace un par de años, Sami se deja ver todos los jueves por un pequeño establecimiento de la calle La Unión. Su pequeño gran viaje comienza con un saludo urgente, no por ello poco afectuoso, al encargado. En menos de un minuto se acomoda frente a un ordenador, teclea a la velocidad de la luz y espera frente a la pantalla. En un pequeño recodo, aparece la imagen de un niño de piel endrina y ojos rasgados. "Es mi hijo, díganle hola", comenta entre ufano y melancólico. A su lado, un hombre de mirada límpida, probablemente filipino, conversa con una mujer en un idioma indescifrable. La sensación es ruborizante, parece como si se permaneciera en la intimidad del sofá de los otros, en una confidencialidad precaria de hogares sin paredes.

La espera en los locutorios tiene algo de invasión inevitable, de patio de vecinos en el que parece casi imposible no asistir a escenas rigurosamente familiares. Entre otras cosas, porque es muy difícil cercar por completo una computadora. Además, nadie acude a un locutorio para hacer una llamada funcional o gestionar la compra navideña. Allí todo es privado, personal, cosas de la "másvida", que diría Girondo. El salón familiar para la población inmigrante.

Valentina acude cada semana para hablar con los suyos. Su cita con el locutorio le alienta para el resto del día. Dice que llama a todos, sus padres, sus amigos, y sobre todo, sus hijos, con los que se marca conferencias que exceden la hora de duración. No es de extrañar, si se tiene en cuenta la lejanía, "Ucrania, la fría Ucrania", masculla, y las dificultades para acceder a tarifas más baratas. "Algo tenemos que hacer. No puedo llamar al móvil porque es demasiado caro".

En el caso de Valentina el locutorio es tan fundamental como el mercado de abastos. Hace siete años llegó a Málaga para buscarse la vida y no entendía ni jota de castellano. No idioma, no trabajo, no amigos, no conversación, soledad mal retribuida y casi irreductible, a excepción, claro está, de los ratos de comunicación con su país. "Aprendí español en seis meses, cuidando a los niños de una pareja. No me quedaba otra", recuerda.

Sus problemas, como los de Pablo o el propio Sami, se cuecen y deliberan en el interior del locutorio. El más inmediato, uno de sus hijos que quiere venirse para España, posibilidad que Valentina prefiere sopesar concienzudamente. "Es mayor de edad, y aunque yo trabaje, él no tendría papeles y eso es difícil, muy difícil", resalta.

Aunque los locutorios son un trasiego incesante de rostros e historias, la mayoría se nutre de la lealtad de su clientela. Si Valentina es de Ciberphone Comunicaciones, calle la Unión, encargada procedente de Argentina, encantadora y solícita, María Jesús Campos es de Nekor, paralela a calle Córdoba, negocio familiar, empleada de ojos azules, nacionalidad casi inescrutable. Lugares distintos, trabajadores de diferentes latitudes y conflictos similares: María Jesús también quiere traerse a unos de sus hijos.

Nacida en Ecuador, cinco años en el país y trabajo estable como cuidadora de la tercera edad, María Jesús dice que frecuenta siempre el mismo locutorio porque allí la tratan muy bien y las tarifas son asumibles. De Internet, no quiere saber nada, salvo cuando acude con su hija, que remplaza la comunicación tradicional por las nuevas tecnologías. A pesar de que dos de sus descendientes residen en Marbella, el resto de los suyos permanece en su ciudad de origen, incluida la benjamina de la casa, que acaba de cumplir la mayoría de edad. "Quería haberla traído hace un año, pero tenía que terminar el bachillerato", explica. El problema es que con los cambios legislativos no sabe cómo activar las cláusulas del reagrupamiento familiar.

Tanto Valentina como María Jesús, de edades casi similares, se decantan por el uso del teléfono, que es el instrumento más utilizado en todos los locutorios. Según la encargada de Ciberphone Comunicaciones, el número de llamadas puede superar los dos centenares en una sólo día de trabajo. Siempre y cuando sea fin de semana y el calendario no rebase la primera quincena de la mensualidad, que tanto para inmigrantes como para nativos, suele ser la más grata.

Si se les inquiere por el día más concurrido, los dependientes de los locutorios no tienen ninguna duda y posan su índice sobre el domingo. La diferencia estriba en el horario. Los latinoamericanos aparecen por la tarde, principalmente para no sobresaltar a familiares en su lejana madrugada. María Jesús es un buen ejemplo, pero también Cirlene, brasileña, con aproximadamente la mitad de edad y tan sólo dos años de experiencia en España. Ella está empezando el recorrido, pero lo hace en otro rasero, concretamente el de las nuevas tecnologías. "Tengo a todo el mundo en Sao Paulo y utilizo mucho Internet para comunicarme con ellos", confiesa.

Su caso es parecido al de Yamandú, veinteañero de Uruguay que hace apenas dieciocho meses se trasladó con sus padres y hermanos a Málaga. Él, más que hablar o entregarse al parloteo internauta, acude a los locutorios para enviar remesas de dinero a sus tíos y primos, la familia que le queda en su país natal. Se trata de la otra gran función de un negocio creado por y para la necesidad, del simulacro de una sala de estar en la que viven y piensan cientos de familias.

Ofertas de las compañías: llega la competenciaLa población inmigrante se ha convertido en un colectivo suculento para las compañías telefónicas, que en los últimos años han lanzado todo tipo de productos destinados a llamar su atención. No obstante, la competencia sigue siendo fuerte y está representada por los locutorios. Las tarifas para comunicarse con los países de origen suelen ser más atractivas y se adaptan a las nacionalidades más populosas en la provincia. Eso explica el crecimiento de la demanda y la proliferación de negocios, que suelen encontrarse en las calles más populosas de la ciudad. Aunque sus precios son similares, la morfología de este tipo de establecimientos varía tanto como el clima. En algunos, incluso, se convierten en la extensión de las pasiones de su propietario. Es el caso de un pequeño negocio emplazado en la barriada de El Romeral, donde las llamadas a Quito conviven con una exposición de motos de alta cilindrada. Pero a pesar de las diferencias, la oferta casi nunca varía. Internet, teléfono y, en la mayoría de las ocasiones, la posibilidad de enviar remesas de dinero a los países de origen. Algunos, los más grandes, dedican también un espacio a otros servicios, cafetería, tienda de souvenirs y productos latinoamericanos e incluso un expositor de productos informáticos. Para atraer el cliente, lejos de emplear la publicidad, un escaparate con las banderas y costes de la llamada. Un método que se ha tornado bastante eficaz.