Hacía mucho tiempo que no sentía tanta emoción como la semana pasada. No era una final, no nos jugábamos alzarnos con el campeonato, pero cuando el árbitro hizo sonar el silbato para señalizar el final del encuentro, titulares, suplentes, cuerpo técnico y no convocadas nos fundimos en un inmenso abrazo acompañado de sus correspondientes gritos de felicidad.

Nunca he sido de celebrar un empate. ¡Pero qué empate! Dentro de los 23 pares de cromosomas que forman el ADN humano, mi gen competitivo está demasiado alterado. Sé perder. No es que no me guste, sino que lo odio. Aquello de «lo importante es participar» nunca ha ido conmigo. Sí, por supuesto que participar está fenomenal, pero nada comparado a ganar. Y mucho menos a hacerlo disfrutando.

Un partido de los que gustan jugar pero no se disfrutan. No se enlazaban tres pases seguidos, el juego no se convertía en espectáculo para el aficionado y las que estábamos en el campo nos pasábamos más tiempo yendo al choque a por el balón, que mimándolo. El rival era el Granada, y cuando te fijas un equipo como el posible enemigo en la lucha por el liderato, los nervios y la tensión se anteponen a la tranquilidad.

No hubo un claro dominador a pesar que tuvimos las mejores ocasiones. Hasta el minuto 87 que las locales se adelantaron mediante una falta. Y si por algo se caracterizan, entre otras cosas, los equipos que dirige Antonio Contreras es que no se da nada por perdido y no se deja de correr hasta que el árbitro indica el final.

Se ha abierto la veda en el fútbol para movilizar millones de euros con una facilidad alucinante, generando guerras de egos y enfrentamientos entre compañeros. Estamos hechas de otra pasta, ni Neymars ni Cavanis. Aquí solo existe el equipo. Uno de los valores más bonitos de este deporte es el respeto, el que tengo yo por una compañera que recientemente ha sido Campeona de Europa sub´19, a la cual admiro y a pesar de su corta edad, hace que me sienta afortunada de tenerla en mi equipo. Por la confianza que tenemos la una en la otra, no nos peleamos por lanzar faltas.

Esa me tocó a mí. Minuto 90. Falta alejada pero no lo suficiente. Nos jugábamos mucho. Visualicé diferentes lugares donde pegarle, pero finalmente opté por hacerlo por encima de la barrera. Por suerte el balón fue fuerte y con el efecto idóneo para que la portera no llegara. ¡¡Gol!! Celebrarlo todas juntas, incluso la portera tras su sprint de casi 100 metros, ver la cara de felicidad tanto de mis compañeras como técnicos, hizo que ese fuese uno de aquellos goles que una desde pequeña sueña con meter.