Pocas sensaciones en el deporte hay más feas que esta. Tras once meses en los que por fuerza mayor (una lesión grave me apartó de los terrenos de juego) tuve que ver los partidos desde la grada, lo que menos imaginaba es que la siguiente vez que tuviera que hacerlo fuese por una expulsión. Totalmente injusta, sí. Ni mis compañeras, ni cuerpo técnico, ni yo misma entendimos nada cuando la árbitro se dirigió a mí con el brazo levantado y la tarjeta roja en la mano. O tal vez sí. Alguien quiso cobrar demasiado protagonismo aquel día.

Jamás tras un partido he criticado o aplaudido la labor de los árbitros, ya que soy de la opinión de que la labor de estos es realmente complicada. Jugadas que transcurren en milésimas de segundo, en las que puedes estar o no en fuera de juego por tan solo centímetros, aquellas que dan pie a multitud de interpretaciones. Equivocados o no, siempre hay que respetar su toma de decisión. En el momento en que el árbitro se dirige a ti y te muestra la tarjeta, una vez ha tomado ya una decisión, no sirve de nada reclamar puesto que no hay vuelta atrás. Podría decir que en una ocasión, dos como mucho, me han expulsado en mis 14 temporadas como jugadora en Primera División.

Rabia, frustración, impotencia, vergüenza son algunos de los muchos sentimientos que en ese momento cuando me echó del terreno de juego corrían por mis venas. No me podía estar pasando a mí. No había, desde mi punto de vista, hecho nada para ganarme esas dos amarillas. Pero como digo, no hay nada que hacer, simplemente agachar la cabeza y desear que perjudique lo menos posible a mi equipo.

Por suerte, estoy rodeada de un grupo de jugadoras que juntas nos hemos hecho fuertes. Que somos capaces de anteponernos a cualquier revés que se nos presente. Y el domingo fue una muestra más. Seamos once en el campo, en este caso diez, a ganas e ilusión no habrá nunca rival que nos derrote.

Sin querer abandonar el campo pero, no me quedó otra opción. Me coloqué al lado del banquillo, para seguir apoyando a mis compañeras desde fuera. La colegiada me obligó a irme de allí. Recorrí la pista de atletismo hasta llegar a los vestuarios sin dejar de darle vueltas a lo que había pasado. Eran aproximadamente unos 200 metros, pero se me hicieron interminables. Los aplausos de la afición, por segundos me hicieron sonreír tímidamente. Mi cabeza no desconectó ni en el vestuario, ni durante todo el día. No hay nada más exigente conmigo, que yo misma.

Por eso más que pedirles disculpas a mi equipo, que lo hice nada más terminar el partido, le quiero dar las gracias. Las gracias por formar la familia que hemos formado, y en estos momentos que es cuando más necesitas a la tuya y no la veo desde el 2 de agosto, tengo a la familia del Málaga CF.