«Después de la Buchinger yo entro en los restaurantes como un seminarista en un burdel». La frase es de Vargas Llosa, pero la podían haber ratificado, con más o menos gracia, cada uno de los pacientes que se exponen al tratamiento de la clínica de Marbella. El comportamiento, al fin y al cabo, se mantiene inalterable. La diferencia del escritor, en este caso, es únicamente que escribe. Con una dieta exclusiva de líquidos, el hombre, por más premios Nobel que se embuche, se parece demasiado al hombre. Y eso en la clínica comporta una serie de estaciones compartidas: el dolor de cabeza, la levedad posterior y, por supuesto, el atracón de la vuelta a la vida. Que en lo que respecta al novelista tuvo durante muchos años la parada obligatoria de la finca de La Cónsula.

Vargas Llosa, después de tres semanas de ayuno y de reactivar su organismo con la alegría intermedia de la manzana, acostumbra a hacer una parada en la antigua finca de acogida de Hemingway. La Cónsula, para reencontrarse con la sensualidad y del placer de comer. Cuentan en la clínica que otros no se dan ni siquiera la tregua de la conducción y en cuanto se agota el ayuno se lanzan a los chiringuitos para pegarse una mariscada de las que harían temblar los caladeros del Pacífico.

En la Buchinger, donde predominan las mujeres en un 55 por ciento, de ahí la tenacidad, las comodidades nunca remangan del todo la camisa de la tentación. A la dureza del ayuno se suman otras fórmulas de austeridad como la ausencia de tabaco, únicamente permitido fuera de las instalaciones. Los pacientes, sin demasiada gana, se ponen de acuerdo para compartir las cajetillas. No es lo único que los une. Están las actividades conjuntas, que van desde el paseo por la playa a todo tipo de terapias complementarias. Y también la solidaridad espontánea de los pacientes. Vargas Llosa habla de una vida fundamentalmente de retiro y solitaria, aunque con espacios para el diálogo que casi siempre tienen el mismo tema de conversación: la comida.

Christina Onassis, menos propensa a la añoranza en voz alta, intentó, sin embargo, hacer trampa en su plan de ayuno para desintoxicarse de su adicción a la Coca-Cola. Una anécdota que forma parte de la historia silenciosa del recinto, donde es casi más fácil colar un oso panda que una cámara de fotos. Y si no, que se lo pregunten a Chenoa, que atrajo a decenas de paparazzi hasta la clínica. Muchos menos imantó Manuel Vázquez Montalbán, que retorció la paz del complejo hasta componer los escenarios de su novela El balneario. Si no se puede comer, mejor fantasear.