Un monasterio con sábanas de seda. Un cinco estrellas zen para emperadores. E incluso, un club de millonarios amigos del sufrimiento. En los últimos cuarenta años, desde la cancela de sus puertas, en Sierra Blanca, Marbella, ha habido muchos intentos de definir la clínica Buchinger-Wilhelmi. Algunos amamantados en el tópico que sigue chupando de la imagen de esa Andalucía de hambre inmemorial que no concibe que se pague para no comer. O que no se coma. A secas. Otros venidos, en cambio, con el brillo artificial de las revistas. Cada vez que una estrella del cine aparecía súbitamente rejuvenecida en el aeropuerto de Málaga, los periodistas pensaban en la Buchinger. Aunque la clínica, todo un búnker de privacidad, en muchos casos a petición de los clientes, lo desmintiera.

En sus jardines, que se sepa, se han paseado aristócratas, hombres de estado. Sean Connery con el albornoz colgándole como el hábito en El nombre de la rosa; Isak Andic, el dueño de Mango, con cuerpo de maniquí. Christina Onassis, como cuenta Vargas Llosa, intentando burlar a la dirección para salpicar la dieta con bebidas azucaradas. Y por supuesto el único Nobel de literatura del Perú, junto a una plétora de escritores que incluye a Max Frisch y hasta Vázquez Montalbán.

Todos ellos con pinta de espectros y un lenguaje posterior que se escinde del repertorio metafórico de la dieta para ingresar en el de una extraña espiritualidad. Se leen los comentarios de Vargas Llosa sobre la Buchinger -«en la clínica he descubierto el cuerpo»- y parece que más que someterse a una cura de ayuno ha estado poniendo a prueba sus antenas para comunicarse con Dios. Justo el tipo de experiencia, aunque un punto más terráquea, que promete la empresa desde su fundación, hace ya casi un siglo, en Alemania. «Mucha gente cree que somos un centro de adelgazamiento. Y eso no es verdad, trabajamos la prevención, la depuración. En suma, la salud. La prueba esta en que uno de los establecimientos estuvo abierto y con éxito en la II Guerra Mundial, cuando la gente no pensaba precisamente en perder peso», explica Claus Rohrer, director y propietario del complejo de Marbella.

La clínica entendida como un milagro. Y no sólo por la angostura repentina de sus clientes, que suelen perder un mínimo de cinco kilos en cada uno de los tratamientos, sino también desde su fundación. Rohrer cuenta que su suegra, María Buchinger, decidió hace ahora 40 años, en 1973, abrir un centro en la Costa del Sol. «Lo hizo sin un estudio de mercado y sin estrategia comercial. Simplemente porque había estado de vacaciones en Marbella y le encantaba vivir aquí» señala.

Sin duda, una aventura de riesgo. En los setenta, con el martillo de la dictadura todavía aplastando la promoción social, resultaba una temeridad implantarse en España con un programa de supervivencia basado en el ayuno de los pacientes. España, además, la glotona España. Con los dedos manchados de aceite. Los primeros clientes, a excepción de Carmen Sevilla, convertida ya en casi una más de la familia, eran extranjeros. Gente venida de Francia y centroeuropa, donde había empezado a cobrar fama el método inventado por el doctor Otto Buchinger, un médico militar que en las primeras décadas del pasado siglo descubrió en su propio cuerpo los beneficios de la privación. «Estaba casi paralizado por el reuma y había probado todo tipo de terapias. De repente ayunó durante 19 días y se curó», precisa Rohrer.

A pesar de la reticencia de los españoles, que en los años fuertes del boom inmobiliario llegaron a representar la mitad de la clientela anual, el establecimiento de Marbella empezó a crecer. La fama de la ayunoterapia llevó incluso a alquilar las casas anejas para instalar a nuevos clientes. Eran los tiempos en los que se subía casi en burro. Muy alejados del entorno serrano atiborrado de excrecencias gilistas de la actualidad. «Se hicieron cosas de un urbanismo poco sensible. Especialmente, la carretera de abajo. Yo le propuse que la avenida fuera un carril para bicicletas y me miró como si no supiera de lo que hablaba», comenta con ironía.

El complejo de la Buchinger mantiene, no obstante, un entorno casi natural. La famosa carretera llega casi en oleadas marítimas. El silencio se extiende modelado por los trinos. Incluso después del propio Gil, quien también, aunque no lo pareciera, fue cliente de la clínica. Leyendas que, en este caso, concomitan con la ficción. Resulta difícil pensar en el incontenible exalcalde expuesto a cualquier tipo de disciplina. Sobre todo, a la hora de comer. ¿Estoicismo? Víctor García de la Concha, exdirector de la Real Academia Española de la Lengua se burla de Vargas Llosa, que acumula veintidós estancias. «Me dice que voy a hacer mi cuaresma», escribió el autor.

Sin embargo, en la Buchinger, el sufrimiento, aunque inevitable, es siempre relativo. Se comparte un entorno lujoso y al mismo tiempo claustral. Hay un equipo de 140 personas, con todo tipo de personal sanitario, pendiente de las necesidades de cada cliente. Y un sinfín de propuestas corales. Piscina, gimnasio, masajes, relajación, paseos junto al mar. Al fin y la cabo, se trata de un programa poco compatible con los números de la Seguridad Social. Los tratamientos -que se extienden entre tres semanas y los diez días de la fórmula exprés, con un periodo final de readaptación a la comida sólida- se mueven entre los 3.000 y los 25.000 euros por persona. Y el personal, contra todo pronóstico, repite. El 70 por ciento de los pacientes de la Buchinger son reincidentes. Algunos como Vargas Llosa desde hace décadas. ¿Simple cuestión de peso? Claus Rohrer responde con una frase del médico fundador. «Una vez, María, su hija, le preguntó qué beneficios aportaba el ayuno. Y él respondió que quizá era más fácil preguntarse por los que no aportaba», resalta.

El proceso se ha repetido durante cuarenta años en la Costa del Sol. Más de 250.000 personas han probado la terapia. El sabor del gazpacho bajo en calorías, la vuelta a la comida sólida con los derivados de la manzana, el té. Con variaciones en consonancia con el perfeccionamiento del método y el avance de la medicina. En 1973, como si no tuvieran bastante con con lo de la frugalidad, la familia Buchinger fue de las primeros centros de la provincia en poner de moda los masajes, algo que, por entonces, sonaba poco menos que a la cítara de los discos raros de los Beatles, a una locura de pierna cruzada heredera de los cantautores y del LSD.

Esa locura, en un país especialista en subirse en tiempo récord a todo canto de vida rápida y comida grasa llegada del otro balcón de occidente, resulta cada día más comprensible. Aunque el tópico se mantenga imperturbable. «Nuestro mejor marketing siempre ha sido la felicidad de los clientes. Nunca hemos hecho publicidad. Entre otras cosas porque es inútil. Es difícil vender como atractiva una idea que consiste en no comer», reseña.

El paisaje humano de la clínica, subyugante por la tranquilidad y las sombras en albornoz blanco que de vez en cuando cruzan por el jardín, dista también mucho de cualquier idea preconcebida. La piel estirada y la obesidad no es el elemento común. Se ven a muchos jóvenes. Incluidos los esbeltos. Príncipes árabes, ejecutivos europeos consumidos por el estrés, agentes de bolsa e, incluso, estudiantes. Seguramente poco preocupados por la política de becas de Wert. Semanas de austeridad para obtener un cerebro nuevo. No todo iba a ser desparrame entre el lujo de la Costa del Sol.