A veces, cuando conduzco sin sentido por las calles de la ciudad me sorprendo de que algunas de ellas tienen nombres del estilo Solidaridad, Paz, Justicia, etcétera... Conceptos totalizadores que encierran reminiscencias de los valores absolutos y justos de la vida. Por así decirlo, es como si en la abstracción el ser humano hallara una especie de redención, husmeando en esas corrientes universales que nos conectan con lo más puro, y, al mismo tiempo, con lo menos habitual en la humanidad. Lo normal es la guerra, no la paz. Lo habitual es lo injusto, no dar a cada uno lo suyo, como reza uno de los máximos axiomas de ese poder del Estado. Lo usual no es la solidaridad, sino el codazo al otro, el desplante, la envidia. Pese a ello, la búsqueda de esos valores es lo que ennoblece al ser humano, aunque la mayor parte de los mismos ni siquiera sepamos qué significa la libertad, en qué consiste, cómo se practica, si es que hay que practicarla.

En todo eso pensaba esta mañana, y al mismo tiempo reflexionaba sobre la necesidad que tenemos los humanos de encajar esos conceptos en personas concretas, lo que viene a ser un héroe cívico. En Estados Unidos es habitual que un policía, un bombero o un militar sean considerados héroes en el sentido de que son pilares fundamentales de la comunidad, personas que ayudan a personas, que salen de sí mismos para escuchar y apoyar a los demás. En ellos reside el sentido más bello de la palabra solidaridad, su acepción más notable. Aquí en España ocurre lo mismo. Hay personas que encarnan esos valores, que los bajan de lo abstracto y los convierten en palpables para la gran mayoría, que suele estar ajena a ellos o, por lo menos, los practica de vez en cuando y luego se queda tranquila. Pablo Ráez, para mí, encarna en todo su sentido el concepto de solidaridad, porque pese a haber estado luchando durante dos años contra una terrible enfermedad que finalmente se lo ha llevado, no dudó en poner al servicio de los demás la sabiduría reunida a través de su terrible experiencia para buscar donantes de médula.

Él fue uno de esos héroes que hizo que el concepto de solidaridad se volviera palpable para el resto de sus conciudadanos, dando al mismo tiempo una lección de vida y de cómo encararla pese a las circunstancias adversas que todos atravesamos de vez en cuando. Tal vez, la próxima vez que dé una vuelta en coche sería una buena oportunidad para que una de esas calles que hemos denominado con valores absolutos de los que poco entendemos lleve el nombre de Pablo Ráez, porque él sí nos explicó qué era la solidaridad, nos dio la medida de qué forma se puede ser libre pese a que todo vaya en contra de nosotros, él, en definitiva, hizo que supiéramos, a través de su ejemplo, qué es amar al prójimo, ser hermano de otros hombres y mujeres y alumbrar con su candil la oscura caverna en la que nos han secuestrado los días cuestiones triviales, problemas resolubles o pasajeros o detalles nimios del día a día.

Ráez merece una calle en Málaga, para que cuando cualquier viandante mire hacia el letrero pueda comprender qué es la solidaridad. Así, sentiremos menos vergüenza de nosotros mismos como ciudad, una urbe que le da el nombre de un jeque a una rotonda con la rapidez del rayo pero que no es igualmente ágil con quienes no sólo merecen una vía con su nombre, sino la gratitud colectiva por la lección de vida que supone su ejemplo.