Su nombre aparece en el inventario de mansiones tocadas por la fiebre del oro. Apenas le falta la sombra velluda de un reloj y un maletín de facturas. Se piensa en la misma serie de escándalos, en paredes maldecidas por la vertiginosa carrera del esplendor y la ruina. La casa de Sean Connery está en la lista negra de Marbella, pero tiene muy poco que ver con los edificios que cobijaron los sueños de fruteras y mandamases colchoneros. Lo suyo es otra cosa. Un testimonio de lo mejor de la Costa del Sol, de su capacidad, casi inverosímil, para conciliar leyendas en apenas un kilómetro. El actor escocés la compró en los años setenta y la convirtió en el icono de la tercera generación de la gloria, la de Omar Sharif, las fiestas de lujo y la discreción con gemelos y tacones.

Cuando el oscarizado 007 compró la residencia, en 1970, la Costa del Sol ya era el escenario dilecto de la tropa hollywoodiense. Había desembarcado la aristocracia centroeuropea, Deborah Kerr, Audrey Hepburn, Sofía Loren y sus ojos de cometa. Una pléyade que llamaría la atención de todo lord cinematográfico, pero que, en ningún caso, influyó en la decisión de Connery, que no dudó en mandar al traste la idea de Montecarlo y bruñirse el torso, un año sí y el otro también, en las playas de Marbella.

Remanso sin paparazzis

Aunque parezca extraño, el padre de Indiana Jones se decantó por Málaga por una cuestión que el tiempo convertiría en un sarcasmo poco exigente. De Marbella, le atraía, sobre todo, la ausencia de paparazzis. Quién lo diría. La actual jungla del papel couché y la caza del famoso era hace apenas cuarenta años sinónimo de sosiego. Se aceptaba a la estrella con la misma naturalidad con la que se dispensaba una ración de gambas. Todo por la industria, don´ t disturb, rezaba en los dinteles, incluidos los del escocés de Hollywood.

El artista británico disfrutó de tranquilidad durante, al menos, quince años. Su lujosa vivienda, situada entre Puerto Banús y San Pedro Alcántara, no recibía más peregrinaciones que las que contaban con licencia para tomarse un trago sobre la alfombra. Muchos con nombres tan populares como el suyo, convertidos, indistintamente, en invitados y lenguaraces a la vieja usanza.

La llegada de Omar Sharif

Pocos representaron la ambivalencia del papel con tanta eficacia como Omar Sharif. El celebrado actor acostumbraba a visitar a su amigo en Marbella, pero no precisamente con la majestuosidad del Lawrence de Arabia. En lugar de arrendar una suite, se apalancaba en la casa, donde llegó a pasar largas temporadas. El veraneo de las dos superestrellas tenía poco de camaradería indisoluble. Sean Connery se solazaba en los campos de golf y el egipcio hacía sus propios planes. Casi siempre los mismos, de acuerdo con la prensa británica.

James Bond sin pantalones

A pesar de la intermitencia de las cámaras, muchos fueron los que vieron a Omar Sharif en el casino de Marbella, que se forró a costa de los créditos de Los Diez Mandamientos. Sus apuestas eran millonarias, el actor jugaba y más tarde reposaba los reveses de la fortuna en casa de su colega británico, sin importarle en lo más mínimo la legendaria costumbre del James Bond de pasearse por las habitaciones sin pantalones.

La ruptura con el pasado

La Marbella de Connery no sólo supuso una cuenta kilométrica de bebidas de importación y barajas de póker. El artista solía pasar semanas en compañía de otra celebridad, Michael Caine. El paraíso familiar perduró tanto como el nimbo de lujo y delicadeza de su barrio de la Costa del Sol, avecindado por Rod Stewart. El gentleman de mirada cervantina no jugaba, ni con las cartas, ni con sus debilidades. Su partida fue sonada. Dijo que no quería saber nada de la deriva gilista y la crecida inmobiliaria. Mientras su vecino hacía las maletas para refugiarse en Sotogrande, puso punto y final a la gran etapa de la mansión. Al menos, de momento. Marbella fue para él una muchacha de talle esbelto y ojos acuosos que inopinadamente se transforma en una morsa adicta a la terapia. Sir o no sir. Que juzgue la historia.