Pues otra vez `el tema´, ya saben, nuestro tema favorito: quiénes somos y adónde vamos, quién nos quiere demoler, desmembrar, romper o quién construir, membrar, pegar... En esta semana no sólo hemos asistido a la vergonzosa bronca parlamentaria del miércoles y los subsiguientes "yo no retiro nada, el ofendido fui yo" (y a la honorable petición de disculpa pública institucional, por el espectáculo lamentable, realizada por el presidente del Parlamento, Manuel Marín. Ojalá muchos como él). No, sino que, además, en la escalada verbal incendiaria que no cesa, el representante de la oposición conservadora, cada vez más aznarizado, Mariano Rajoy, nos obsequia con la afirmación de que Zapatero "ha renunciado a España" y se ha empeñado en su "demolición". Y, en relación con ello, pues esta idea en la que machaconamente se empeña el PP es cerilla para el reseco bosque de la discordia civil en nuestra tierra, nos enteramos también de que un coronel del ejército enciende su particular barbacoa en la intranet del Ministerio de Defensa, llamando a una reacción militar frente a la `desmembración´ de España a la que asistimos. Como en nuestros mejores tiempos, la llama para el incendio político está prendida.

La suma de las partes es siempre mayor que el todo. Eso, que es verdad para la Física, no se entiende, sin embargo, para el pensar y hacer políticos. Que España, si es algo que valga la pena, un proyecto para compartir, es la suma de sus partes, debería ser una verdad evidente para todos. Los incendiarios ultramontanos hablan del gobierno de la Generalitat como si no fuera, él mismo, Estado; de Cataluña como si no fuera, ella misma, España. Como si hubiera un todo preexistente, un ente ideal e irreal (España), al que algunas de sus partes, cual tumores malignos (Cataluña. País Vasco), se empeñaran en romper, demoler, desmembrar. Se olvida que lo mejor de España ha salido siempre de sus partes ¿De dónde si no?, ¿qué otra España hay?

La esencia del nacionalismo, de cualquiera, es `ser más´, y eso no tiene más límite que otro nacionalismo empeñado también en más ser. Disputan el mismo espacio simbólico. Las identidades nacionales son como los gases, que tienden a ocupar todo el espacio disponible: es su naturaleza, y por eso sólo pueden crecer y definirse por oposición a otras que, en su representación mental y simbólica, hagan del `enemigo´, del `otro´ ("yo soy la otra, la otra / y a nada tengo derecho", decía la copla) frente al que afirmarse, ante el que presentar afrentas, celos o reclamaciones.

Una nación, decimos, es un espacio simbólico y un tiempo (pasado, futuro) compartido. Si el espacio simbólico al que llamamos España está en litigio es porque no resulta un espacio cómodo, atractivo, vivible para una porción de habitantes del país, que por eso votan a partidos nacionalistas. Estos partidos se dedican a lo suyo, a intentar ocupar ese espacio, a hablar de libre determinación o independencia: son sus cosas, es su razón de ser. Lo que importa ver es el mal de fondo -mar de fondo tenemos para septiembre- que los hace nacer y desarrollarse.

La invitación -nunca imposición- a compartir la nación a la que llamamos España tiene que pasar por el debate público ilimitado e irrestricto. Y no sólo debate, sino también seducción ante el novio infiel. No se trata únicamente de las reformas de los estatutos en las que andamos metidos, sino de los símbolos, iconos, tópicos que nos representan e identifican (¿para cuándo un concurso nacional sobre el himno?), desde las cuitas de la selección hasta los toros, sin dejar el jamón, al macho ibérico, la gracia de los andaluces o la cicatería de los catalanes. Y, si tercia, discutir si somos más árabes que romanos, o si es más guapa la Macarena que la de Triana, o al revés. ¿Una refundación? Pues puede, nunca es tarde. Recuerden que Fraga refundó el PP en cuatro días, sin demolerlo, romperlo o desmembrarlo, cuando lo de Hernández Mancha. Casi como el misterio de la Inmaculada, y ahí están, tan orondos y morenitos, y con esas ganas de comerse crudo a Rubalcaba.