El del viaje es un rito vacacional y, por tanto, estival. Algo tan cotidiano como la subida al vehículo para marcharnos a otra parte es también una ceremonia. El coche es un artefacto para romper las leyes de la distancia y de la atadura a la tierra. Al marcharnos del sitio al que vivimos más o menos amarrados disfrutamos de un sentimiento de liberación, como sucede siempre que infringimos una ley. Sin embargo, a la vez, y por lo mismo, tenemos la sensación de haber contraído una deuda. Cuando viajamos por razones de trabajo, en el propio trabajo hay ya una penitencia (y una absolución), pero en vacaciones no. Una vez en la carretera, la euforia de la libertad nos impulsa a hacer barrabasadas. Algunos opinan que si la gente acepta de forma tan absurda las desgracias en la carretera es porque ve en ellas el castigo, en algunos, de un gran pecado colectivo: irse.